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Seis chorreao

Al empezar 1957, cuando se crean por decreto alcaldicio las fiestas de Cali, la música de la ciudad se encontraba escindida por jerarquías sociales.

19 de diciembre de 2018 Por: Medardo Arias Satizábal

Al empezar 1957, cuando se crean por decreto alcaldicio las fiestas de Cali, la música de la ciudad se encontraba escindida por jerarquías sociales. Pocos muchachos ‘bien’ lograban cruzar la frontera del río para aventurarse en los bares que se recostaban contra la zona de Santa Rosa. Algunos lo hacían por diversión; “para darse trompadas con los gañanes”, gente de camiones y caravanas acostumbrados a grescas de cuchillo en la vieja galería de El Calvario.

Toña La Negra, María Luisa Landín y Lucho Gatica reinaban en el cancionero del bolero y “directamente de Cuba” llegaban a las emisoras locales los pesados discos en 78 revoluciones por minuto, con las guarachas de la Sonora Matancera y la Orquesta Casino. La Feria de la Caña de Azúcar, cual era su nombre oficial, puso entonces a desfilar en coches de bomberos a las candidatas al reinado del mismo nombre. Al tiempo, crecía la fiesta de los toros, en la que reinaron Paco Camino, Paquirri, El Cordobés.

Para los viejos caleños la feria era el paseo nocturno, en el platón de una camioneta, entre las luces de una ciudad que ponía palmeras cruzadas en la entrada de pequeños sitios donde un baterista, empotrado en una especie de trono, acompañaba los porros: “Es el club más popular de mi tierra soberana/ es del Valle la sultana, donde se puede gozar…”.

En la rumba flamenca reinaban ‘Los chavales de Madrid’, Tomás de San Julián, y por la ciudad se escuchaban las notas de ‘España Cañí’ y ‘La luna enamorá’.

Además de las fiestas en el Club San Fernando, otro lugar que copaba la alegría era el bar del Hotel Aristi y la piscina del Alférez Real donde se congregaban reinas y toreros.

Muchas canciones han identificado la Feria, sin embargo, dos permanecen en la memoria colectiva: ‘Palo bonito’, interpretada por la argentina Lita Nelson, y ‘La pollera colorá’.

No obstante, el revolcón musical de Cali se produce al culminar los 60 con la llegada de Ricardo Richie Ray su orquesta a la Caseta Panamericana del antiguo hipódromo. En la literatura, Andrés Caicedo narró ese momento de epifanía en su novela ‘Que viva la música’, cuando la gente avanza hacia la puerta de la caseta en medio de la luz difusa, como en cámara lenta.

La iniciativa de traer al músico puertorriqueño a Cali, fue del campeón de natación Diego Henao, quien hizo posible esta contratación. En esa banda llegaron, además de Richie y Bobby Cruz, Doc Cheatham, un trompetista a quien llamaban ‘El Indio Cherokee’, junto al virtuoso Rafael Chaparro; los gemelos Rodríguez y Harry Candido en los bongós, congas y timbales, el Conde Joaquín Dillomis, y Sky Russell, ‘el gringo de las patillas largas’, al bajo.

Lo que ocurrió esa primera noche ahí fue histórico. Los caleños se apiñaron junto al pianista y estuvieron así, por mucho tiempo, sin bailar. Sólo querían escuchar al músico ataviado con una bufanda de seda, rodeado por agentes de policía que mantenían la turba a raya.

Así lo narra Caicedo Estela: “Ahora sí, de permisito en permisito, fue acercándose, una gallada como de 30 rodeaba la tarima, y él a todos conocía, gente del parque Barono, del de las Piedras, del Parche del Marque, Colseguros, Santa Elena, Fercho Viejo: Llegó Rubén, denle paso…”.

Ricardo enloqueció a la ciudad con un ritmo sacado de los sótanos del Bronx neoyorquino, donde se fundió el jazz con la elación latina: “De mi barrio recuerdo el viejo reloj de la iglesia. De chico, era lo primero que encontraba al salir para la escuela; va conmigo como la trompeta de Miles Davis o el saxo de John Coltrane”, me diría muchos años después en un reportaje.

“Mamá, qué es ese bugalú, eso no se puede bailar, qué vulgaridad, se me cae la cara de pena con Pablito, hacerlo venir desde Bogotá. ¿Por qué no vamos a un grill a oír el Gavilán Pollero…?”. (Comentario de una niña bien en la caseta. ‘Que viva la música’).

Sigue en Twitter @cabomarzo

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