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Foto de referencia. Migración Colombia tramitó la deportación de la colombiana Echeverría desde Suiza. | Foto: Archivo de El País

El nuevo zar

Uno de los peores poemas de Pablo Neruda, en su afán por ser reconocido como un poeta que le cantaba a los proletarios del mundo, tuvo que ver con su oda a Leningrado

23 de febrero de 2022 Por: Medardo Arias Satizábal

La ya no tan nueva distribución del mundo basada en el capitalismo salvaje de las viejas naciones comunistas -Rusia y China- trae, como el pasado, la incertidumbre del mundo ante la arrogancia del dinero y el poderío militar.

En ese deseo de conquistar territorios, Japón cumplió un papel histórico cuyo resultado fue demasiado costoso; no solo invadió China, sino que soñó con un poderío absoluto en el Pacífico, el mismo que encontró su tumba después del ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941.

Ahora, Vladimir Putin parece reeditar el ímpetu imperial de los zares; a fines del Siglo XVII y ante la imposibilidad de tener una salida al Báltico, Pedro El Grande inició con un golpe de hacha la campaña para encontrar una ventana a ese mar que le abría la puerta a Finlandia, Suecia y Noruega y le permitía paso al Atlántico a través de puerto de Hamburgo en Alemania. El zar Pedro I se aplicó en la tarea de crear un puerto que hoy es reconocido como la París de Europa oriental, San Petersburgo, la que fundó en 1703, ciudad de fuentes y museos, rebautizada Leningrado, en la vecindad de Helsinki.

Uno de los peores poemas de Pablo Neruda, en su afán por ser reconocido como un poeta que le cantaba a los proletarios del mundo, tuvo que ver con su oda a Leningrado, en la cual dice: “Cuando entre tus cordajes y tus velas de piedra anduve/ cuando pisé las calles que conocí en los libros/ me saturó la esencia de la niebla y de los mares/ el joven Pushkin me tomó de la mano/ y en las colmenas de la nueva vida entró mi corazón americano”.

Desde ahí se extiende la otrora pobre Rusia hasta el mar de Bering, casi un continente que permite pensar en la imposibilidad de desear, desde el Kremlin, más territorio. Su afán, pues, quién lo duda, es estratégico.
Ucrania, vecina de Polonia, Alemania y Rumania, es la puerta de Rusia a Occidente, como otro día fue la obsesión de Pedro El Grande por encontrar una salida al Báltico.

Con Otan o si ella, Putin la quiere propia y es por ello que en ocasiones, en sus breves discursos, habla de ‘mi Ucrania’ con alma de tenor, como si sus palabras tuvieran como banda sonora a Tchaikovsky o Rachmaninoff. Este asunto de ‘la madre Rusia’ es serio para ellos.

No se trata pues de reeditar la vieja Urss, sino de mantener seguridad sobre el Mar Negro, toda una joya, como el mar de Okhotsk o el del Japón que conecta a los rusos con China y las dos Coreas.

El mayor golpe económico que recibe hoy Putin por sus pretensiones ucranianas, tiene que ver con la decisión de Alemania -nadie lo creía- de suspender el proyecto NordStream II que permite el paso de gas directo desde Rusia. Y esta decisión estaba en duda porque Alemania recibe al menos el 40% de toda su energía basada en gas, desde ahí. La compra de este recurso se desplazará hacia otras naciones.

Mientras tanto, los campesinos del Este de Ucrania insisten en recuperar viejos Koljós para convertirlos en tierra productiva, después de verse afectados por la radiación de Chernobyl en 1986. Polonia, por su parte, teme una conflagración a gran escala; nación católica, expulsó el comunismo de la mano de Lech Walesa, el líder sindical que arrodilló a Moscú desde los astilleros de Gdansk.

Para otros, como nosotros, de una generación que moldeó su educación sentimental con Ana Karenina, las obras de Dostoyevski, Tolstoi, Korolenko, Pasternak y la dramaturgia de Chejov, Rusia es todavía en el recuerdo un país estepario de Mujiks, campesinos que comen pan de centeno amasado con ceniza y miran al cielo de cuando en cuando. El mismo cielo al que interrogaba desde un Gulag el escritor Alexander Solzhenitsyn.

Rusia no ha conocido jamás el concepto de democracia; pasó de una vieja estructura feudal, aristocrática, al autoritarismo, una supuesta dictadura del proletariado que se llevó en el camino la cabeza brillante de León Trotsky, asesinado en México por orden de Stalin.

Desde entonces, octubre de 1917, la política no parece cambiar. Cárcel, asesinatos y envenenamiento para los disidentes, solo que ahora el dictador toma su sopa en taza de oro y recibe a los mandatarios de Occidente en mesas de treinta metros, para no tocarlos, y hablar con ellos a ‘prudente’ distancia, a través de audífonos. Signos de un nuevo imperio, representado ahora por el nieto de Spiridon Putin, el cocinero de Stalin.
Sigue en Twitter @cabomarzo

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