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Del perro albedrío

Nada se compara con la ternura en los ojos de un perro...

29 de julio de 2010 Por: Medardo Arias Satizábal

Nada se compara con la ternura en los ojos de un perro callejero; los he visto en cada ciudad, y sé que no tienen dueño. El amor de un perro sin dueño es también algo especial. Saben quién desea protegerlos y se asimilan rápido a sus nuevos amos.Desde hace tiempo tengo una comunicación secreta con los perros. Es un lenguaje de signos, en el cual ellos me reconocen como ‘amigo’, socio o camarada, y vienen tras de mí, aunque trato de convencerlos de la perra vida que pueden llevar a mi lado, pues aunque me identifican fácil como alguien de su propia estirpe, al fondo, reconocen también que no soy la persona para cuidarlos, darles agua, proveerles comida.Durante doce años tuve una casa con perrera en Estados Unidos. Había pertenecido al dueño anterior y jamás quise ponerla en la calle -la casa del perro- pues me evocaba de todos modos algo mezcla de telúrico y romántico. Tener un perro bien cuidado siempre ha sido una de mis tentaciones, más no me atrevo, por la vida viajera. ¿A quién se lo dejo, en qué guardería le darán su ‘steak’ puntual con papas francesas, quien se condolerá de él si no estoy a su lado en los largos inviernos? La casa del perro siempre estuvo ahí, vacía, y cuando pude le agregué almohadas viejas, a sabiendas que serían mullido colchón de ardillas, zorrillos y mapaches.He querido hacerle un homenaje al perro callejero, ahora que acaba de celebrarse su día. Me conmovió mucho el poema que le escribió Augusto Hoyos al perro de Hernando Guerrero, visitante asiduo de La Colina, la tienda más ‘trendy’ de Cali, en San Antonio. Guerrero cuida bien a su perro; le da alimento adecuado, huesos sustanciosos, música antillana, tragos de cerveza. En Salamanca, muy cerca del Palacio de Monterrey, vivió José Luis de Celis, un canófilo convencido. Conocí alguno de sus canes, pero no al que fue motivo de sus más sentidos poemas. El perro está sepultado hoy en el patio del Colegio de España, con estatua de bronce y todo, y poema en el pedestal. José Luis tuvo un perro, al que conocí, con amistades muy refinadas. Gustaba de salir a retozar con los perros de la Duquesa de Alba, la señora que tiene más títulos de nobleza en Europa. La Duquesa llega cada verano a Salamanca, con peineta Sevillana en la cabeza, y sale a comprar magdalenas en la tienda de la esquina, para sorpresa de los salmantinos. Claro que el besamanos llega hasta Cantalapiedra; la ciudad se paraliza cuando ella llega a ocupar, por sólo unos días, su Palacio de Monterrey, en el que habitan dos de sus perros por el resto del año.‘Los perros de la Duquesa’, como se les conoce en Salamanca, son bien ‘pateperros’. Gustaban de salir a pasear con los de José Luis, por las orillas del Tormes. A veces los veíamos ingresar en la Galería Central, donde los carniceros, conocedores de esta visita de tanto pedigrí, alistaban sus mejores trozos de carnaza, costilla y chorizos leoneses, para complacerlos. Regresaban siempre puntuales al atardecer al Palacio, donde el jardinero cerraba tras ellos los pesados goznes.Sólo tuve un perro doméstico al que siempre le deseé un alma callejera, pero se empecinaba en su domesticidad. Lo llevaba a la playa, en Buenaventura, para que aprendiera a nadar, y me escondía debajo de las olas. El animal, desesperado, entraba también al mar y yo podía ver su emoción cuando me encontraba.Hace 35 años, un perro me persiguió hasta mi casa. Lo ahuyenté como pude, pues no sabía si se trataba de la reencarnación de algún amigo; hace unas semanas, otro me persiguió en Cartago hasta la puerta del Hotel Mariscal Robledo. Hubo ‘química’ inmediata cuando lo conocí, más luego, mentalmente, le transmití el mensaje: búscate a otro, le dije, que de perrerías ya tengo bastante.

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