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La ira de la gente

Las imágenes dejan estupefactos a cualquier televidente. Miles y miles y miles...

5 de julio de 2013 Por: María Elvira Bonilla

Las imágenes dejan estupefactos a cualquier televidente. Miles y miles y miles de personas furiosas, protestando, haciéndose oír en los distintos rincones del planeta. Túnez, España, Turquía, Brasil y ahora de nuevo Egipto. La rabia generalizada contra el depuesto Presidente Mursi, que traicionó todas las promesas y los sueños que surgieron de la primavera árabe y se empeñó por el contario en enterrar al país en el oscurantismo del fanatismo religioso, ha llevado a los manifestantes a apoyar un golpe militar con tal de sacarlo a las patadas del poder. Así se mueve la gente en estos tiempos, con fuerza y contundencia; con radicalidad. Cada país tiene sus particularidades pero hay un denominador común en este mundo globalizado. Y es la rabia. Rabia contra los gobernantes, rabia contra la política, rabia contra los excesos y rabia contra la corrupción. Lo nuevo de todo es que no se trata ya de una rabia guardada, individual sino que adquiere forma colectiva, que se enciende y se levanta como una ola humana que arrasa. Los ciudadanos conocen ya de sus capacidades. Dejaron de ser pasivos para convertirse en seres activos dispuestos a hacerse oír. No requieren de organización previa, se conectan a través de los recursos de internet, se multiplican en las redes sociales, se movilizan. Los individuos han descubierto su voz, sin respeto por instituciones, llámense gobiernos, partidos, iglesias, sindicatos, corporaciones, no respetan formalismos. No creen ya en delegaciones ni en representaciones porque se sienten traicionados y cada individuo aprecia su derecho a actuar, a ser oído.  La mejor definición del sentimiento que los acompaña es la indignación, como se autodenominó el movimiento que recorrió España el año anterior. Indignados por la corrupción de la dirigencia; indignados por los desequilibrios entre pobres y ricos; indignados por los políticos; indignados por los banqueros que ahogan a la gente con intereses; indignados por la pérdida del sentido de libertad, por la posibilidad de soñar y de creer en futuros mejores; indignados por los gobernantes que con sus errores sacrifican el futuro laboral de los jóvenes que son los que ponen el mayor número de desempleados; indignados por ver como se echa a perder el planeta, como caen los árboles, como se secan los ríos, como se destruye la naturaleza. El estallido de Estambul lo generó el sacrificio de uno de los parques emblemáticos de la ciudad para satisfacer pretensiones y lujos injustificados. Y en Brasil lo disparó el boato con el que se han construido los faraónicos estadios para el mundial de fútbol, una fanfarronería que contrasta groseramente con el deterioro de los servicios públicos y de la calidad de la salud y de la educación de la mayoría de brasileros. No son los sectores populares, los trabadores formalizados que cada día tiene menos espacios en las estructuras económicas actuales, los que se manifiestan. Son las clases medias de jóvenes, profesionales, artistas, mujeres, los que protestan, en unas sociedades cambiantes y dinámicas que nos están mostrando que avanzamos hacia un mundo diferente, sin aguas estancadas sin verdades sabidas. Aunque no sepamos bien en que vaya a terminar todo esto.