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El mal anda suelto

Los malos están por todas partes. En los hechos cotidianos de robos y raponazos, de atracos callejero o de pandillas de muchachos asediando los barrios populares, pero también entre los que asesinan, los de las masacres, los que siembran horror y miedo por donde pasan, pero también los que arrebatan bienes con leguleyadas, los que incriminan con mentiras para obtener beneficios personales de la supuesta justicia

30 de marzo de 2017 Por: María Elvira Bonilla

La lectura de la sentencia que hizo la juez para sustentar la condena a Rafael Uribe Noguera a 52 años de cárcel sacude. Impresiona, indigna, duele. Pensar en los detalles de maldad, de sevicia, de una crueldad casi inversomil de un hombre de 1,80 mts. de estatura con toda su fuerza desbocada contra una frágil niñita de siete años en el infierno que la llevó vivir en sus últimos instantes de su vida, confirma que el mal anda suelto. Que algo está muy enfermo en una sociedad capaz de producir seres humanos de esta condición, que además no es la excepción y que historias similares se repiten cotidianamente y reposan selladas en la memoria dolida de las víctimas o esperando turno en cualquier juzgado del país. Y como estos son cientos los episodios dantescos de degradación humana que se viven cotidianamente. Y algo peor, los malos se han multiplicado.

Como ocurre con los corruptos que son otros malos. Y los hay por montones capaces de orientar sus mentes perversas para favorecerse individualmente; con sus bolsillos llenos de dinero adquirido tramposamente, timando o abusando de los débiles camuflados en complejas estructuras para esquivar la ley, que navegan en la mentira y que sus abusos han impedido que los recursos públicos provenientes de los contribuyentes logren las transformaciones que la gente necesita para tener una vida digna.

Los malos están por todas partes. En los hechos cotidianos de robos y raponazos, de atracos callejero o de pandillas de muchachos asediando los barrios populares, pero también entre los que asesinan, los de las masacres, los que siembran horror y miedo por donde pasan, pero también los que arrebatan bienes con leguleyadas, los que incriminan con mentiras para obtener beneficios personales de la supuesta justicia, los que abusan del poder para hacer daño, los que humillan a los indefensos, pero también los políticos que engañan, los ventajistas, los del atajo, los que se las dan de vivos. Más grave aún cuando estas conductas provienen de las élites, quienes están llamados por privilegios y oportunidades a guiar y no a traficar con éstas.

Se han perdido las referencias. Se han difuminado los límites en el bien y el mal representado en figuras arábigas, simbólicas o reales que castigan o premian, que aplauden o sancionan y permiten ordenar la vida en sociedad a través de valores morales y redes de solidaridad. Pero que a su vez contienen, protegen y cuidan la tribu, la sociedad.

Su ausencia produce la desolación social y lanza a las personas al vacío, a vivir cada quien el presente, el aquí y ahora, como quiera, como pueda, de una manera desmadrada e individualista, sin límites ni consideración por el otro, por el colectivo, por el bien común.

Esa fatal marca de nuestro tiempo que ha abierto la compuerta para que se multipliquen los malos la han intentado explicar pensadores estudiosos como el filósofo norteamericano John Kekes. En su libro Las raíces del mal busca descifrar el comportamiento de personajes como Rafael Uribe o muchos otros anónimos, o los que analiza como Charles Mason, o Statz el jefe de un campo de concentración Nazi, pero no lo logra. Al final deja el problema planteado colocando al mal como el más serio de los problemas morales de nuestro tiempo. Y si bien el mal ha existido siempre, lo cierto es que pareciera que ahora anda suelto.

Sigue en Twitter @elvira_bonilla