Manzo, pero valiente

La mano negra del narcotráfico no solo siembra muerte entre los más humildes y vulnerables. También corroe las estructuras del poder y erosiona la confianza en el Estado. Cuando se la enfrenta, la criminalidad se repliega y reaparece, vengativa, para arrebatarles a las naciones y sus sociedades liderazgos ejemplares.

En Colombia, las lecciones abundan: desde el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán y Álvaro Gómez Hurtado, los magistrados de la Corte Suprema asesinados por el grupo terrorista M19 y hasta dirigentes contemporáneos como Miguel Uribe. Todos ellos —junto a tantos líderes comunitarios, jueces, fiscales, policías y soldados asesinados— encarnan el precio que se paga por desafiar al poder ilícito.

¡Asesinaron a Carlos Alberto Manzo Rodríguez! Alcalde de Uruapan, una ciudad mexicana comparable a Palmira, en el Valle del Cauca. Aunque separadas por fronteras, ambas comparten una misma herida: economías vulnerables, instituciones sitiadas y el dominio del crimen organizado.

Manzo —pero valiente— se atrevió a desafiar no solo a las mafias, sino también a los poderes que las toleran. Sabía que en Michoacán dieciocho alcaldes habían sido asesinados y que en todo México la cifra ascendía ya a 119 —uno cada dos meses y medio—, pero aun así no cedió. Le advirtió a la Presidente sobre las amenazas que pesaban sobre su vida, y aun así lo dejaron solo. Lo mataron el Día de los Muertos, por la espalda, con el sello inconfundible de los cobardes.

Las investigaciones, cada vez más confusas por la niebla de la corrupción, apuntan a un agresor con presuntos vínculos con el Cartel de Jalisco Nueva Generación (Cjng). Es el mismo grupo narcoterrorista que ha extendido sus tentáculos hasta el suroccidente colombiano, donde controla rutas de cocaína, armas de fuego, drogas sintéticas y el lavado de dinero bajo el disfraz del comercio legítimo.

El Cjng, en su excentricidad del exceso, ha mandado componer corridos musicales que los exaltan. Melodías que hoy suenan a todo volumen en bares y discotecas de Tumaco, Jamundí, Palmira y Cali, donde algunos, por ignorancia o complicidad, celebran —con peligrosa fascinación— la astucia del crimen, la idolatría de la mercancía ilícita, la violencia y la muerte.

En tiempos de silencios cómodos de los políticos y bajo el estruendo de los narcocorridos, Manzo lo dijo con valentía: “Con el crimen no se negocia el futuro”. La autoridad no se pacta, se ejerce. Pero en México, la consigna presidencial es “abrazos, no balazos” … para los narcos, y “la lucha contra ellos está fuera de la ley”. Siguiendo esta deformación ideológica, en Colombia, la Paz Total aplaza la justicia y con el filo de la impunidad, abre paso a la violencia y a la narcopolítica. Treguas indulgentes que maniatan el deber del Estado de hacer cumplir la ley.

El asesinato de Manzo no es un hecho aislado; forma parte de un patrón que atraviesa fronteras. En México, Ecuador, como en Colombia, quienes se oponen terminan convertidos en mártires de la institucionalidad y blancos del narcoterrorismo. Manzo es un recordatorio urgente para que los gobernantes actúen con decisión y no se dejen coaccionar. Pero, sobre todo, es una advertencia para que los ciudadanos entiendan el riesgo de apoyar a políticos que prometen abrazos … A los narcos en vez de todo el peso de la ley.