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Los abuelos no olemos feo

A mi pregunta “Teo, ¿a qué huelo?”, me respondió: “¿A qué vas a oler?, a lo que has olido siempre: hueles a fofer” -así me dice- y me quedé entonces viendo y oliendo un chispero

25 de agosto de 2023 Por: Mario Fernando Prado

En día pasado El País publicó un informe que da cuenta del mal olor que van adquiriendo las personas con el paso de los años debido a ciertas secreciones del organismo que no dependen del aseo personal y se menciona que muchas de ellas, ya sexagenarias, van adquiriendo lo que vulgarmente se conoce como el olor a abuelo.

Sugestionable que soy y poco dado a ahondar en algunos temas, me dejé llevar por ese comentario y empecé a olerme todo el día a ver si sentía esa malsana y vergonzosa fragancia, al igual que intensifiqué el uso de jabones -incluido el ya casi desaparecido jabón de la tierra-.

Mis bañadas y enjabonadas que antes eran rápidas y fugaces las convertí en un ritual y no había parte alguna de mi humanidad que se escapara de espumas y detergentes.

Incluso, y a hurtadillas, me conseguí un estropajo en la galería Alameda que se detenía en mis partes pudendas, algunas de las cuales terminaron peladas y hube de aplicarles unas cremas para evitar además la picazón.

Mi pelo, ya saludando al mundo con la bandera blanca de mis canas, fue también receptáculo de shampús y de rinses de un tal tío Nacho y otros menjurjes.

Y mis virginales axilas, para evitar la legendaria ‘chucha’, recibieron desodorantes de toda índole, incluyendo unas preparaciones caseras de bicarbonato con limón que hasta sangre me sacaron.

A su turno y para prevenir la pecueca, mis pobres pies recibieron dosis altísimas de mexanas que me blanquearon aún más, pareciéndome un gusano de queso, y ordené a la paciente y acomedida Stella que hirviera mis medias.

Finamente instalé unos ya casi desaparecidos bidets incrementando de tal manera el consumo de papel higiénico -que me dicen que ya no se llama así- y que ocasionó que se taponaran los inodoros y hubo que meterles una sonda porque ni siquiera con diablo rojo pudieron destaparse.

Vino después el tratamiento bucal. Desterré la cebolla y el ajo para evitar el aliento de gallinazo y tomé tal cantidad de Listerine que creo que hasta me emborraché con ese líquido azuloso y compré cientos de pastillitas que devoraba todo el día.

A su vez compré costosos cepillos de dientes eléctricos -no de pilas- que utilizaba hasta después de mascar un chicle.

¡Ah!, y derroché frascados de 4711 y de Johann María Farina preparándome para la prueba de fuego: la visita de mi nieto Mateo que anduvo por aquí tres semanas, que se fueron velozmente.

A mi pregunta “Teo, ¿a qué huelo?”, me respondió: “¿A qué vas a oler?, a lo que has olido siempre: hueles a fofer” -así me dice- y me quedé entonces viendo y oliendo un chispero.

Finamente, y que yo sepa, no huelo ni oleré nunca mal y me remito a lo que me comentó un amigo septuagenario como yo, al referirse al tema en esta vejez que se nos vino encima: “Es preferible oler a viejo que oler a vieja”, y que me perdonen su alusión machista. ¿Será que sí?

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