Spielberg, nostálgico
Cada nueva película del realizador norteamericano Steven Spielberg es un acontecimiento artístico mundial. Incluyendo su última, titulada ‘The Fabelman’, que se encuentra en plataformas varias y teatros y ya cuenta con múltiples nominaciones a los Óscar de este año. Es su largometraje número 34 que viene a enriquecer su amplia producción después de acumular éxitos como Jaws, Close Encounter, Indiana Jones, Schindler’s List, Saving Private Ryan, Lincoln y otros. Esta última según expertos es la más íntima, la más personal.
Es una ‘biopic’, semibiográfica que el realizador, sintió la necesidad de filmar para rendir homenaje a sus padres fallecidos. Spielberg tiene 76 años. Durante 2 horas y 31 minutos ‘The Fabelman’ recorre su infancia, su descubrimiento del cine, la separación de sus padres que le infligió un dolor permanente, y, además, revela secretos de familia muy delicados y molestos. Desde el primer día de su divulgación masiva la película está siendo comentada de manera igualmente masiva.
La mayoría de los críticos la alaban efusivamente y la llaman un “himno” al cine, al amor, a la familia, etc. A otros -como yo- no nos gustó tanto. Sin ser una mala película -ya que Spielberg, con toda su experiencia no puede hacer nada malo- me pareció que no llega a la altura de sus películas anteriores. Me resultó monótona y hasta aburridora, montada sobre acontecimientos que no tienen mucho interés para el espectador común.
Comienza la película en el momento en que el pequeño Sammy (representa a Spielberg) de 6 años de edad va a cine con sus padres a ver la famosa película ‘The Greatest Show on Earth’ de Cecile B. De Mille y sale muy impresionado por la violencia de ciertas escenas y sobre todo por el descarrilamiento de un tren. En casa con un tren de juguete y una cámara de su papá recrea la escena y muestra su habilidad como cinematógrafo que su madre percibe y estimula hasta el final. Su familia, los Fabelmans, es judía, con una madre virtuosa del piano, pero hace el papel de la ‘sacrificada’ al dejar su carrera artística para cuidar de su familia; un padre más inclinado hacia la ciencia y tres hermanas mayores que él. Por exigencias laborales del padre, la familia se muda de Phoenix a California y el joven Sammy ingresa a una escuela en la que es el único judío.
Obviamente sufre un trato antisemita de parte de sus compañeros que logra neutralizar al conquistar su aprecio filmando con ellos películas caseras de guerra, de vaqueros y de paseos escolares. En este pequeño mundo suyo su madre es el personaje que más destaca: activa, entusiasta, divertida, impositiva, admirada y amada de todos; su padre más reservado, casi inexistente, adora a su esposa y temeroso de poder perderla algún día; un amigo de la familia, siempre presente (aunque demasiado) y que los niños llaman “tío” sin serlo; una abuela bullosa que aparece brevemente y un tío (de verdad) que irrumpe a visitar y deja huellas. Una familia supuestamente normal, con vida normal que transcurre de manera normal. Aunque a mi modo de ver todo en la película me pareció ficticio. La mamá no me pareció sacrificada con sus caprichos y excentricidades.
Además, la actriz Michelle Williams que la encarna (nominada a mejor interpretación femenina en los Óscar) no se parece en nada a la madre judía de los años 50 y 60. Ni por su aspecto físico ni por sus comportamientos. El padre (Paul Dano), que, a mi modo de ver, es el mejor actor del lote hace bien el papel del resignado que se deja llevar. Judd Hirsh como el tío es sin duda bueno, pero su discurso sobre ‘creatividad’ resulta exagerado. Lo mismo que la aparición del gran David Lynch en el papel de John Ford; demasiado irascible y grandilocuente con su lección sobre arte y horizonte. Para debatir.