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Eduardo José Victoria Ruiz

Columnistas

La diversa pasión por la puesta del sol

Los griegos decían que era el dios Helio, quien tiraba el astro desde su carruaje.

24 de septiembre de 2023 Por: Eduardo José Victoria Ruiz

Por diversas razones, la humanidad ha tenido un gusto especial por la puesta del sol, ese fenómeno natural que sucede al final del día cuando nuestra estrella tutelar se oculta en el horizonte. En medio de una singular paleta de colores vibrantes y brillantes, el sol va desapareciendo lentamente. Recuerdo que en la Universidad, nuestro profesor de filosofía, Andrés Sevilla, nos decía que los conceptos de belleza cambian según las culturas, pero hay algunas coincidencias universales y, precisamente, la exaltación de la puesta del sol es uno de esos sucesos que a todos fascinan.

Muchos artistas, pintores, directores de cine, compositores musicales, se han inspirado en ese singular momento. En castellano, se habla del ocaso; los angloparlantes del ‘sunset’; la tradición maya le llamó “el camino del jaguar”, con la hipótesis que el astro rey se convertía en un felino en el descenso para emerger al amanecer. Los griegos decían que era el dios Helio, quien tiraba el astro desde su carruaje.

Precisamente leyendo para un viaje a algunas islas griegas en estos días, me inquietó el énfasis de las guías turísticas en disfrutar la puesta del sol en estas, disputándose entre ellas el primer lugar para observarlo.

Lo cierto fue que apreciar ese ocaso diario desde Mykonos y Santorini se convertía en una peregrinación que era imposible ignorar. El primer día llegamos temprano al atardecer a un restaurante, suponiendo que por esa hora, 6:30 p.m., habría disponibilidad. Imposible, el restaurante estaba lleno por la cantidad de comensales que iban a esa terraza a ver la puesta del sol. Todos los días, en Santorini, el hotel se desocupaba y los huéspedes atravesaban la vía con celulares y cámaras para filmar el fin de la jornada. La despedida del astro rey que anunciaba su despedida vespertina; así terminaba el día y comenzaba la noche.

Decidí cada día preguntar a tantos observadores por qué repetían diariamente la visita. Un artista me contestó que era uno de los espectáculos estéticos más ricos que la naturaleza nos daba. Otro, con aire de filósofo, dijo que al sol, con su luz y su calor, lo sentimos en el día, pero no lo vemos. El atardecer, en cambio, nos permite dimensionarlo mirándolo frontalmente.

Una parejita en luna de miel nos compartió que no se lo perdían por el suceso romántico que representaba para ellos. Era el súmmum de erotismo. El sol se unía lentamente con la tierra. La penetraba con dulzura, la luz se cromatizaba hasta desaparecer en un cansancio mutuo. Cada explicación me sorprendía más que la anterior.

Un lugareño me dijo que no se lo perdía porque era el momento de agradecerle a Dios todo lo que nos daba representado por el sol. Darle las gracias a Dios a través del gran astro era su oración diaria.

Un anciano reflexionaba en voz alta que esa era la vida, y exactamente el final de la existencia. Después de dar mucho en bastantes horas, llegaba el momento de desaparecer, pero esos finales de vida no son pobres, se brilla y se valora más al final. Hasta poco antes de desaparecer, el ser humano permite balances de su aporte, da luz y color, permite inspiraciones, hasta desaparecer de manera lenta e inevitable.

Esas tardes griegas, me enseñaron el porqué el mundo goza con los atardeceres. Según el momento de vida de cada uno, ese instante de enseñanza cuando el sol declina, aporta conclusiones, de estética, de alegría, de erotismo, de balances melancólicos a veces y de grata sorpresa, en otros. Como la vida misma.

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