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Los tacones y la filosofía

Madre o amante, lo cierto es que el hombre busca una mujer (ellas buscan zapatos) y cuando la encuentra enloquece.

2 de enero de 2019 Por: Julio César Londoño

Nadie en su sano juicio niega la grandeza del amor, la fuerza que genera, los heroísmos que incuba, los paraísos de la piel, esas cosquillas en el alma… Hasta un filósofo cínico y putañero como Cioran, se descubre ante esta fuerza: «El amor es tan fuerte que ha sobrevivido al matrimonio, a las vecinas y al bidet».

Nota: Cioran aborrecía el matrimonio porque lo consideraba un sacramento de mal agüero. Aborrecía a las vecinas porque son una tentación del demonio y unas máquinas insomnes de habladurías. El bidet es un símbolo de cosas demasiado humanas.

Nota a la nota: aunque el artefacto ya había desaparecido por la mezquina contracción de los baños modernos, Cioran escribió bidet porque su estilo no toleraba palabras como bacinilla o retrete.

Arthur Schopenhauer veía en el amor una trampa de la naturaleza, un ardid suyo para procurar la conservación de la especie. Cuando admiramos unos senos firmes, unas caderas generosas -decía el filósofo- creemos ir en pos del objeto del deseo pero en realidad es la voluntad de la especie la que está eligiendo una hembra con un biotipo adecuado para la reproducción. No elegimos amante, elegimos madre para nuestros hijos. «Por eso el matrimonio está condenado al fracaso, porque no tiene como fin la generación presente sino la futura».

En suma, el amor sería una especie de software secreto de la evolución, la máscara romántica del gen egoísta.

Madre o amante, lo cierto es que el hombre busca una mujer (ellas buscan zapatos) y cuando la encuentra enloquece. Se vuelve adicto a ese cuerpo. Juntos, y gracias al pecado, tocan el cielo. Ahora son dos animales magníficos. Son el centro del mundo. Ella es la fuente del placer… pero el placer exige repetición y la repetición mata el placer.
Entonces ella le clava la punta de un tacón en la cabeza y él corre, aún sangrante, a buscar otra mujer, a otras mujeres, porque acaba de comprender que el matrimonio no es lo suyo, que Cioran tenía razón, que es un sacramento salao, que «amor es un algo sin nombre que obsesiona al hombre por otra mujer», y brinca de lecho en lecho y es salvajemente feliz.

Pero todo hastía, hasta la felicidad. Entonces nuestro hombre empieza a extrañar el calor del hogar, a sentir que el sexo no es suficiente, y consulta un psicólogo que le da la razón a medias: «El sexo sin amor es una experiencia vacía… ¡pero como experiencia vacía es del putas!».

Un domingo que camina solo por ahí (ninguna de sus amigas está disponible) ve una pareja tomada de la mano y se pone a llorar. Poco después se casa nuevamente… solo para confirmar, al poco tiempo, que la vida gira en redondo, que tiene una vecina de infarto, como salida de un sueño, que por un estúpido error de diseño social, alguien puso el erotismo en la calle y en la casa apenas el cariño, y que es mucho más glamurosa la vecina en chanclas que la esposa en tacones. ¡Joder!

Este es el sino del hombre (y de la mujer): oscilar entre el vértigo del poliamor y las mieles de la monogamia sin hallar sosiego en ninguno de los dos. El primero es frío, el segundo frígido. ¡Horror de horrores!

Lo cierto es que, madre o amante, la pareja ‘tira’, digámoslo así. La necesitamos para conversar, para bailar, para cenar, para brindar, para sentirnos amados, para experimentar el vértigo de la caída libre en ese abismo de la razón, el sexo; para conjurar siquiera temporalmente el fantasma de la soledad y no suicidarnos un domingo en la tarde.

Sigue en Twitter @JulioCLondono