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El último vuelo de la libélula

Hay mujeres que nacen para hacer historia, y más aún ahora que hay tantos que rechazan la historia que escribían los vencedores para que la leyeran los hijos de los vencidos...

22 de julio de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Hay mujeres que nacen para hacer historia, y más aún ahora que hay tantos que rechazan la historia que escribían los vencedores para que la leyeran los hijos de los vencidos. Es entonces cuando las heroínas y vencedoras son ellas y la historia cambia de tono. De entre las mujeres del nadaísmo, movimiento al que nos metimos casi de niños encantados porque no sabíamos a dónde nos iba a llevar y mejor que no nos llevara, destaco a estas alturas de la vida, a los 60 años de nuestro primer berrido, a dos almas que han sido bellas con todo y cuerpo, a Dina Merlini y Patricia Ariza, quienes han sabido mostrar al mundo lo que significa ir montado en el potro sin riendas en la poesía.

Parece que fue antier ese día de la semana santa de 1961 cuando las conocí haciendo su ingreso al Café Colombia de Cali, donde departía con Elmo Valencia, recién llegadas de Medellín a seducirnos para que viajáramos con ellas a tomar posesión de la isla de nuestros sueños, que había adquirido otra nadaísta, Helena Restrepo, en el océano Pacífico, mar adentro desde Tumaco, para alejarnos de la civilización que nos apestaba. Con Helenita venía también Herlinda, su amante, y otros tres nadaístas recién reclutados. De allí nació la legendaria novela del Monje Loco, Islanada, de la que 7 somos sus fatales protagonistas.

Quise hacer del cuerpo de Dina un poema que perdurara para que perdurara ella y con ella yo, en la historia de la literatura. En ese tiempo, a pesar de y precisamente por no tener nada, nuestras ambiciones no eran modestas. El poema-libro se llamaría El cuerpo de ella, y consistía en que me posara desnuda para irla retratando ojo por ojo y diente por diente. Aceptó y en ello nos empeñamos jueves y viernes santos. El poema lo vine a encontrar treinta años más tarde, lo sacudí y con él gané el Premio Nacional de Poesía del Distrito, lo tradujeron en París, en 2001 presenté la versión bilingüe en La Conciergerie y en la Unesco.

Hace más de 30 años Dina marchó a San Andrés, que ha sido un fortín nadaísta, con su compañero el joven Iván a cumplir su frustrado sueño marino. Ha vivido frente al mar en la localidad de San Luis, donde continuó con sus actividades teatrales, y cuidando en el día niños, perros y gatos para entregarse con su amigo en la noche a la invocación de Baco, Neptuno y supongo que también Eros. A pedido de Patricia, que ha velado por ella desde que ha estado de huésped del ancianato de la isla, ha preparado el libro de poemas que estamos presentando, Solaz atardecer y maravilla.

Una vez preparado el libro me ha pedido unas palabras de prólogo, para que si El cuerpo de ella no nos concede la inmortalidad nos la logre éste. A morir y a resucitar juntos, como se dice. Casi todos se han ido yendo, este libro sería una tabla de sobrevivientes. Patricia Ariza hará de editora. A ella le ha dicho cuando la visitó en su amable refugio de San Andrés que se apure, que puede ser el último vuelo de la libélula. Me impresionó ese término, que bien podría ser también el título de su libro. Me hizo acordar de uno de los últimos escritos de Henry Miller, Inmóvil como el colibrí, donde lejos de las procaces expresiones de sus trópicos iniciales, se extasía en el susurro, en el albricias, en el batir de las alas frente a la flor. Ese libro de Dina es un adiós a las estridencias, a las maldiciones sonoras, a la quejumbre. Es el canto de gracia, la contemplación del ensimismado en los atardeceres celestes, el paso de las escobas del tiempo y el viento, el barajar de los sueños, la descripción de los meteoros con el corazón perplejo, el vestido de luz para recibir la hostia del sol. Acabo de llamarla por el teléfono para decirle que estoy terminando el prólogo y felicitarla por la frase de la libélula y en ese momento sonó el tún de un pájaro que se acababa de estrellar contra el vidrio de su ventana. Colgamos, y le quedó sonando en el auricular el toque de una ocarina. Exactamente como suena su poesía. (Presentación del libro en San Andrés Isla).

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