El pais
SUSCRÍBETE

“El Niño Dios son los papás”

Hasta los ocho años de mi ya larga existencia en esta reencarnación en el Siglo XX, porque en la encarnación anterior morí precisamente de ocho, creí devoto en las enseñanzas de la iglesia católica y en las Tres personas de la Santísima Trinidad.

23 de diciembre de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Hasta los ocho años de mi ya larga existencia en esta reencarnación en el Siglo XX, porque en la encarnación anterior morí precisamente de ocho, creí devoto en las enseñanzas de la iglesia católica y en las Tres personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, como se me venía inculcando en la escuela de San Nicolás, y en la iglesia de San Nicolás el cura párroco Lamberto Muermann. Asistía a las procesiones de Semana Santa con el corazón dolorido por las caídas en el camino del Calvario y sólo aspiraba a crecer un tantito para hacerme digno de cargar sobre mis hombros alguno de los pasos del Viacrucis. Escuchaba casi que con lágrimas en los ojos los sermones de las Siete Palabras, en los que sólo me incomodaba la condenación a los liberales nueveabrileños, a los cuales pertenecerían mi papá y de mi padrino. Asistía lleno de júbilo los Domingos de Resurrección al Templo resplandeciente, donde me encontraba con la imagen enhiesta de Cristo recién resucitado y recién bañado estrenando túnica blanca.

En las temporadas de vacaciones, cuando papá nos mandaba a temperar a San Antonio, un sitio donde hacía un frío infernal, llegaba al extremo camándula en mano de entonar el Santo Rosario, al que me correspondían piadosos mamá y los hermanos, por entonces Stella de 6, Graciela de 5 y Toño de 3, después de lo cual dormíamos como benditos. Había oído hablar de los misioneros que incurrían en territorios de infieles a catequizarlos o a morir en el intento, y me sentía a ello predestinado. Cuando mamá me ponía el escapulario para salir a la calle con la estampa de paño de la Virgen sobre mi pecho me sentía invencible, algo así como Sansón o el Capitán Maravilla, pero me lo quitaba por respeto y lo colgaba de la rama de un árbol cuando me tocaba enfrentarme a los puños con algún incrédulo que me daba qué tundas.

Pero había también los momentos gozosos en Navidad, cuando la Segunda Persona de la Santísima volvía a nacer por mil novecientas y tantas veces, lo que constituía otro milagro, cargado de juguetes para los niños. Le escribía sentidas cartas al dadivoso, con palabras sencillas teniendo en cuenta su corta edad, donde le manifestaba las gracias a su Señor Padre por la Creación de la que disfrutaba en este Valle de lágrimas del Cauca donde vivía, en medio de tanto disturbio que no me distraía de la promesa de la Gloria Celestial que nos esperaba a todos los Arbeláez. En estas misivas terminaba por pedirle presentes modestos, dada la cantidad de peticionarios que atendería, un trencito de cuerda, un revólver de fulminantes, una caja de colores Mirado, un marranito de barro o un balón de letras de caucho. Por lo general nunca me falló, y de paso me dejaba como ñapa alguna prenda de vestir de las que le gustaban a mi mamá, una camisa de rombos, unos tenis, unos tirantes.

Mi vida y mi pensamiento cambiaron el 24 de diciembre del 48 por la tardecita, cuando me encontré en el parque San Nicolás con Víctor Mario Martínez ‘Palillo’ y ‘Vitatutas’ Ramírez, y les comenté orondo que acababa de escribirle al Niño Jesús mi carta de peticiones. No tengo alientos para describir la risotada de ‘Palillo’ y su grito estruendoso de que “El niño dios son los papás, gran pendejo”. Vitatutas pesaroso asintió levemente con la cabeza. “Eso del niño dios es un cuento chino”, concluyó el hereje. Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies. Si el Niño Dios no existía tampoco existiría el Dios Padre ni la Paloma. Y quedábamos en poder del Demonio, el dios de este mundo, como se le decía en la parroquia. No sabía si llorar o darle en la cabeza a ‘Palillo’. Vitatutas trató de explicarme que el Niño Dios proveía a los papás de billete para los regalitos de este mundo que se encontraban en el mercado, mientras él velaba por guardarles cupo en el Cielo. ¡Pamplinas!

Llegué a casa como si acabara de perder la mitad de mi alma en un alambrado. Vi que papá acomodaba seis paquetitos al pie del pino raquítico. Le increpé: “Papá, no te lo perdono, me has engañado toda la vida. El Niño Dios eres tú, luego Dios no existe”.

Desde entonces el Niño-Dios no me volvió a traer nada.

AHORA EN Jotamario Arbelaez