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Coronado por el virus

El último día sentí que se me acababan las fuerzas. Que no podía con el cuerpo.

9 de mayo de 2022 Por: Jotamario Arbeláez

Y terminó por caerme sobre la cabeza como la espada de Damocles o la bomba de hidrógeno que esperé tantos años el Covid-19, pandemia de procedencia arácnida china bajo la cual había pasado de agache. Había dilapidado la vida anunciando como profeta anacrónico el fin de los tiempos, cosa que nadie me creyó, pero no pensé que esto fuera a suceder conmigo en el mundo.

Salí de mi casa en el campo y estuve una larga semana sumergido en la Feria del Libro de Bogotá, en medio de millones de volúmenes y de miles de visitantes entre ellos cientos de amigos, saludando de abrazo y beso y picos de botella con amorosos licores, tratando inútilmente de picar una flor como se estilaba, portando una mochila con mis poemas completos editados por Univalle, compartiendo mi perorata. El Festival de Poesía de Bogotá me pagaba hotel. Mi mujer me esperaba donde su hermana. El último día sentí que se me acababan las fuerzas. Que no podía con el cuerpo. Mucho menos con los poemas de la mochila. Y comenzaron las toses. Abandoné el hotel y me encaminé a la señora. Me hizo desvestir y meter en la cama. Me tomó la presión, la temperatura, entre toses le conté de mis éxitos, de mis logros con editores, de mi farra con los poetas, de las manifestaciones emocionadas de los y las fans. Me sometió a la prueba viral antígeno y clasifiqué positivo. Como una Teresa de Calcuta me sirvió acetaminofén, jarabe ‘Bronkitos’ y Vick Vaporub. Y se acostó, a un metro cada uno del otro o sea a dos metros, la distancia reglamentaria que venimos guardando desde antes de la pandemia.

A la manera de esos personajes que emiten sus últimas palabras en presencia del secretario, me dije: “¡Este fue mi fin!”, como lo hacían en mi infancia personajes de dibujos desanimados ante un peligro supremo. Me sumergí debajo de las cobijas como bajo tres pies de tierra a dejar que la conciencia y el inconsciente me pasaran la película de mis actos fallidos que fueron tantos, a pesar de que traté de endulzarlos mediante los trucos sofísticos de la narrativa poética. Por lo menos dejé empastado y puesto en circulación mi poemario completo, así se me quede volando otro tanto de nademas experimentales con base en las columnas de prensa.

En el libro Inferno de Daniel Alcoba veo una frase subrayada que reza: “Los seres humanos no pueden tener otra labor o vocación que la de imitar o reinterpretar las acciones y las vidas ejemplares de los héroes míticos”. Habría que elegir entre Gilgamesh, Tamerlán, Orlando, Gandhi, Picasso, Chaplin. O Rimbaud, como aspirábamos todos los poetas de mi generación. Pero, ¿quién puede compararse a Rimbaud?, ni siquiera yo mismo, como me espetó Manuel Quinto antes de sumergirse en las aguas termales.

¿Y qué hacer con el sambenito del nadaísmo que me rodeó el cuello toda la vida marcándome como réprobo? El nadaísmo fue un juego de niños que nos duró hasta la ancianidad sin saber cómo se jugaba. Era un juego en el que nadie ganaba, ni perdía, ni empataba. Daba lo mismo. Por eso nadie salió adelante ni quedó atrás. “El nadaísmo podrá morir, apuntó Armando Romero, pero sus gusanos son inmortales”. Y qué más gusanos que los mismos nadaístas, pero de seda.

Lo que sí me duele es no haberles cumplido a los maestros de Club de Arriba la misión encomendada hace 50 y más años que me recompensaron con parabienes, como era la de convertir al estandarte del divino maestro a Nerón anticristo, de quien me informaron yo era su encarnación, para poder dar paso sin demoniales contraataques a la segunda presencia del Cordero sobre la tierra. De no ser que, por mi conversión tardía, pero al fin y al cabo sincera, ande con Cristo en el corazón y a la vez con su enemigo anunciado debidamente doblegado y apaciguado. En tal caso la misión fue cumplida y puedo pasar a disfrutar sin afanes de las mieles del Paraíso, donde debe haber más locos que yo, esos que se denominan “los hombres ebrios de Dios”. Me encomiendo a San Nicolás.

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