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La piscina

Quien no haya cruzado el muro que separa las piscinas de la calle, difícilmente podrá dimensionar la tristeza del espectáculo silencioso.

9 de octubre de 2018 Por: Jorge E. Rojas

Quien no haya cruzado el muro que separa las piscinas de la calle, difícilmente podrá dimensionar la tristeza del espectáculo silencioso. Aunque con la foto publicada en este periódico la semana anterior, es posible acercarse a la idea: una piscina de rugby subacuático construida con dineros públicos, vacía desde hace un año, sin losas, gris del cemento expuesto a los aguaceros y el volcán del sol. La imagen está compuesta por la tonalidad anodina de los clásicos retratos que una y mil veces han completado las denuncias del abandono que ilustran parte de nuestra historia como país. Una de esas metáforas de la contradicción. Como un puente donde no hay río.

Apareció en la sección de ciudad, acompañando un informe titulado ‘Escenarios deportivos, en la mira por deterioro y falta de inversión’. La fuente principal fue el concejal Juan Pablo Rojas, quien propuso citar a la Secretaría de Deportes para rendir informe luego de visitar siete escenarios con problemas. Su preocupación, comentaba en la nota, es la paradoja que el hallazgo representa en la transformación de Cali como Distrito Especial, Cultural y Deportivo.

Pero si profundizara un poco más la mirada, empezando por las piscinas Alberto Galindo, entendería que los líos no son de ahora. Al contrario. Para el 2015, con motivo del Mundial de Rugby Subacuático, en la piscina de la foto el Municipio invirtió casi mil millones de pesos, me cuenta un funcionario de la Secretaría de Deportes. Con esa plata le instalaron un recubrimiento de goma necesario para la competencia y quedó adecuada la sala para jueces. Ese recubrimiento de goma, en piscinas de los Estados Unidos, dice el funcionario, recibe mantenimiento mensual. Aquí, sin esa frecuencia de cuidado, se embombó. En el arreglo ya llevan un año y pese lo demorado que se ve en la fotografía, ese es el menor de los males, puesto que la reparación está cubierta por una póliza.

Viendo más al fondo, la unidad deportiva tiene otras heridas -tal vez naturales- de un pasado que inició en 1942, cuando ese lugar empezó siendo el Club Popular de la ciudad. Para no ir muy lejos, la piscina de 50 metros donde entrenan nadadores de la Liga del Valle, de la Liga de Triatlón, de la Univalle, donde entrenan buzos, apneístas, niños, aprendices, veteranos del agua, funciona con una bomba improvisada porque hace un tiempo, varios años, la bomba que debieron instalarle para que semejante volumen tuviera el flujo correcto, no llegó con las medidas correspondientes. Desde entonces suponga la lucha que representa mantener todo funcionando, Concejal.

De modo que ahora deberíamos pasar de los señalamientos a las soluciones. Eso sí que sería un lindo gesto político. En un país con tragedias tan hondas como la que un día puede comenzar con Génesis y al otro terminar con la resurrección de Cristo José, garantizar el funcionamiento de una piscina pública no es un asunto menor. Porque el agua nos humaniza. Pocos momentos permiten -u obligan- una introspección tan profunda como la que necesita una inmersión, inevitable con el aire contenido en la conciencia de lo que realmente somos: partículas del universo. Simplemente flotar es un acto sublime. La comunión del cuerpo con un elemento vital. La más húmeda de las celebraciones de la vida. En las piscinas Alberto Galindo nadamos sobrevivientes. Cuando todo está en orden con las máquinas, el mundo allí es un lugar hermoso. Por las mañanas, en las tardes, a cualquier hora, en las noches, nadan hombres y mujeres y niños con capacidades especiales que allí no necesitan de nada más para fluir tranquilos. En el agua todos somos iguales. Ahí nos salvamos de nosotros mismos. Las mañanas de los miércoles y viernes no cobran por entrar. Fluir, Concejal, es gratis.