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Hola Buenaventura

Buenaventura sigue siendo la misma calentura. Si bien no igual a la del pasado más próximo, con sus episodios de espanto en las casas de pique, en muchas de sus calles se repite la angustia que desde el comienzo de los tiempos ha estado ocupando un lugar tan importante del paisaje como el que allí tienen el mar y el sol.

19 de marzo de 2017 Por: Jorge E. Rojas

Hace días el dueño de un restaurante en Buenaventura me contaba que en la galería de Pueblo Nuevo todo sigue igual: a él le sale más barato ir hasta Dagua a comprar la carne, que conseguirla en la plaza de mercado del Puerto, donde las ‘vacunas’ que deben pagar los vendedores elevan los precios de manera estúpida. Tanto como para que al dueño de restaurante le resulte mejor viajar 70 kilómetros hasta otro municipio, con lo que implica ese gasto de tiempo y gasolina. Pero así y todo le sale más favorable.

Las ‘vacunas’ tampoco han cambiado: siguen siendo el impuesto que unos tipos armados les cobran a todos quienes ellos crean conveniente, como en este caso los carniceros. Si no pagan no venden. Así de simple. O así de complicado. No hay alcalde ni policía ni otra ley distinta a la del impuesto. Los recaudadores, muchachos con rostros conocidos en la galería, pero obviamente de nombres desconocidos, no son por supuesto emprendedores solitarios en el negocio de la extorsión sino trabajadores de una misma maquinaria. ¿Paramilitares? ¿Guerrilleros disidentes? ¿Bandas criminales? ¿Mafiosos? ¿Todas las anteriores?

Buenaventura sigue siendo la misma calentura. Si bien no igual a la del pasado más próximo, con sus episodios de espanto en las casas de pique, en muchas de sus calles se repite la angustia que desde el comienzo de los tiempos ha estado ocupando un lugar tan importante del paisaje como el que allí tienen el mar y el sol. Porque a pesar de las marchas de la indignación de los últimos años y de las pomposas intervenciones del Gobierno Nacional, pocas cosas han cambiado en realidad.

Hay nuevos hoteles, claro. Hay uno altísimo, frente al viejo Estación, con piscina en la terraza. Al atardecer la vista es preciosa. Y las obras del malecón parecen ir por buen camino. Pero la ciudad sigue sin agua. Es el único puerto importante del mundo donde escasea el agua, decía el periodista Hugo Mario Cárdenas, en el informe que para este diario escribió a comienzos de mes, contando la forma en que allí -aquí no más- la corrupción se ha robado hasta eso. Hace tres años, el mismo presidente Santos admitió que en Buenaventura la plata del agua y el alcantarillado se la han robado muchísimas veces y en varios gobiernos.

Y algo parecido debe pasar con el hospital que es un desastre. Entonces como si fuera poco, tampoco hay un hospital decente. Y si alguien se enferma y se pone grave y necesita ser trasladado, tiene que tratar de salir al mundo atravesando una carretera que puede convertirse en un camino ciego por cuenta de los derrumbes y los trancones de tractomulas cargadas con destino al puerto más importante que Colombia tiene sobre el Pacífico. El otro lado del mundo a tres horas. Ciudad sin empresas. Nada más allá de los hoteles y los negocios al servicio de los camioneros. Nada más allá de la Sociedad Portuaria, que desde el nombre parece un club social donde ya se agotaron las acreditaciones disponibles. Nada más allá del mar y de los milagros que pueda. La misma angustia dando vueltas por las esquinas. La misma incertidumbre, las mismas caras de ¿qué coño hago hoy?, el mismo abandono de siempre y por consiguiente la misma rabia contenida, los mismos vivos de siempre, los mismos bandidos ofreciendo los mismos trabajos de siempre a los mismos muchachos de siempre que en los 80 se embarcaban como polizones en busca del sueño americano, y que hoy son recaudadores de impuestos en resignación de la misma pesadilla.