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Si existiera, seguramente Bucéfalo galoparía hasta el portón de entrada. Lo esperaría...

19 de enero de 2015 Por: Jorge E. Rojas

Si existiera, seguramente Bucéfalo galoparía hasta el portón de entrada. Lo esperaría allí, rumiando paciente la hierba verde y sedosa que crece bajo sus cascos, mientras él va llegando todo maltrecho, con la piel en jirones, tasajeado por hachas, machetes y puñales, la cola partida, la crin llena de costras de sangre y arena; la lengua afuera. Todas huellas de un camino demasiado largo.Juntos, yendo muy despacio hacia un bebedero de agua cristalina, Bucéfalo empezaría a contarle de la vida que llevó con Alejandro Magno al anca. Le haría saber de los espantos sobre los que tuvo que correr, fangales de sangre y niños derritiéndose en llamas. Le contaría de lluvias de flechas y de cuerpos atravesados por las lanzas. Y de esas lanzas rozándole las patas y a veces cortándolo. Varios siglos antes de Cristo, sobre Bucéfalo fue que el sanguinario Alejandro se hizo grande como conquistador y la leyenda dice que por eso, tras la muerte del caballo, una ciudad de la antigüedad fue arrasada y fundada en su nombre.Bucéfalo fue criado para la guerra. No debió pasar pero fue así, el mundo se ha construido a lomo de caballos y yeguas y desde tiempos que no alcanzaron a ser retenidos en la memoria de nadie, esos animales han sido las otras víctimas de la feroz ambición humana, que ha abusado de ellos hasta límites inconcebibles para la razón. Aún a pesar de todo lo bárbaro, explicaría Bucéfalo con el hocico fuera del agua, él había muerto en su ley. Su inteligencia animal intuyó ese destino desde potranco, así que siempre supo hacia qué lugar galopaba cada día de su vida.Del otro lado del pozo, si existiera ese lugar, habría un valle magnífico, con pastos de colores que no tienen nombre, árboles con frutas muy ricas cayéndose al suelo y otros árboles altísimos, con una sombra tan grande como para cubrir manadas de 2000 o 3000 caballos a los que unas garzas les quitan los bichos que les van creciendo entre las orejas. Algunos de esos caballos, tal vez, galoparían hasta el bebedero para encontrarse con el recién llegado y uno a uno irían contando sus desgracias, o la razón por la cual llegaron a ese lugar.Se escucharían las historias de Grano de Oro, el poderoso caballo enano con que Pancho Villa empezó la revolución en México, y los relinchos valientes de Marengo, recuerdos salpicados de muchos gritos de dolor en la batalla de Waterloo, con Napoleón encima; también se oiría hablar de las galopadas de Palomo, con Bolívar llevando la rienda y los españoles huyendo adelante. Todos le contarán que con el tiempo, allá en ese sitio, poco a poco el miedo se va volviendo olvido y que entre esos pastizales donde corren libres y mansos, todas las heridas se curan y nada vuelve a ser como antes. O sí, como al principio. Antes del hombre.El nuevo, lo dudaría en su caso. Porque él no era un caballo de guerra sino de campo, hecho para llevar niños en el lomo y cargar tinajas de agua, que por azares de la vida terminó metido en una corraleja en Buenavista, Sucre, un pueblo costeño de Colombia. Le tocó crecer en ese país donde hay lugares como Tuluá, con gente a la que la felicidad le da para celebrar que amarren dos gatos del cuello y los cojan a patadas obligándolos a correr por una calle rodeada de otra gente que a punta de golpes y estruendo les impide escapar. El mismo país donde en otra corraleja, hace poco en Turbaco, un toro terminó muerto a pedradas, botellazos, cuchilladas y golpes. Algo parecido a lo que pasó a él, la semana pasada, cuando después de caer a la arena corneado por un toro, tuvo que sufrir a más de 15 personas que se lanzaron a la arena de la plaza para descuartizarlo vivo y salir corriendo con un trozo de carne caliente en las manos. Nadie tuvo la humanidad suficiente para detenerlos.Si ese lugar fuera posible en alguna dimensión, el bebedero, el valle y los árboles gigantes, el caballo de Buenavista, Colombia, después de tomar agua y sin terminar de llegar, daría la vuelta y se largaría. En el sitio donde creció y murió, los seres humanos que crecen y matan allí, se encargaron de enseñarle bien que el cielo de los animales no existe. Pero claro, todo eso, es tontería imaginarlo.