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La propiedad rural

Cabe señalar que el valor residual de la cosecha tras restar de las ventas los costos en que se ha incurrido suele ser pequeño; así las cosas, más que ser propietario es relevante ser eficiente.

27 de octubre de 2021 Por: Gustavo Moreno Montalvo

Se aduce que es necesario mejorar la distribución de la propiedad rural para reducir la desigualdad en la distribución del ingreso. Sin embargo, no hay enfoque riguroso tras esa aseveración. La tierra es un factor de producción, al igual que el capital y el trabajo. El valor de la producción agrícola es la consecuencia de la acertada combinación de los tres.
Existe, además, el contexto mundial: los países desarrollados protegen su agricultura, pero hay importante comercio internacional.

Colombia, en contraste, tiene políticas fluctuantes y tasa de cambio inestable, lo cual significa que el país está muy expuesto a los ciclos de productos no diferenciados. Además es evidente la ineficacia del Estado para ofrecer seguridad a empresarios del campo en todas las escalas, desde la micro hasta la mega.

Cabe señalar que el valor residual de la cosecha tras restar de las ventas los costos en que se ha incurrido suele ser pequeño; así las cosas, más que ser propietario es relevante ser eficiente. El campo puede ser gran impulsor de la economía de las regiones como base de cadenas agroindustriales o con cultivos de calidad apreciada por los mercados de países desarrollados, apoyados en logística apropiada: el agro sin valor agregado no es el foco de la economía en la sociedad industrial y de servicios del Siglo XXI, y la tarea de cultivar y cosechar es en buena parte intensiva en tecnología; el mito del campesino enamorado de la naturaleza que madruga a llevar el azadón a su micro predio debe revisarse: las herramientas de comunicación actuales invitan a abrazar la vida urbana, y las nuevas generaciones aceptan con facilidad la invitación.

La debilidad e ineficacia del Estado facilita los cultivos ilícitos y la violación del derecho de propiedad. En el Suroccidente se ha practicado la invasión por miembros de comunidades indígenas. Es importante desechar la pretendida legitimidad de esta práctica, para lo cual cabe recordar que el uso de predios rurales en Hispanoamérica durante la colonia se asignó a los descendientes de los anteriores habitantes del continente por disposición de la corona real, tras la reducción drástica de su número por plagas traídas por los conquistadores, a las cuales no eran resistentes.

Primero se establecieron encomiendas, con pretensión de aporte espiritual para la salvación de los encomendados. Más adelante, al terminar el Siglo XVI, se establecieron resguardos para facilitar el desenvolvimiento de las comunidades indoamericanas con autonomía. En Nueva Granada se hizo entrega de tierras a indígenas a título individual en 1821 para facilitar iniciativas de propietarios individuales bajo la premisa liberal de que todos los hombres son iguales.

Desde finales del Siglo XX se ha alimentado la premisa absurda de que las comunidades son las legítimas propietarias de toda la tierra en América, y se desataron procesos para asignarles predios enormes: la tierra de los resguardos suma hoy más de un cuarto del área total del país. En general tiene limitado potencial productivo, pero la suma de las poblaciones de comunidades indígenas no alcanza 5% del total.

Además es preciso abandonar sesgos ideológicos improcedentes: las personas pertenecientes a comunidades indoamericanas tienen las mismas destrezas vocacionales del grueso de la población del país, y deben tener oportunidades para materializarlas sin perder su identidad cultural.
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