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Nací en un país en el que pensábamos que quien quería imponer...

12 de julio de 2015 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Nací en un país en el que pensábamos que quien quería imponer sus ideas políticas y su concepto de Estado debía hacerlo, a pesar de las profundas imperfecciones de nuestra democracia, a través de las urnas. Entendíamos la queja social de quienes empuñaban las armas, pero nos parecía que la Constitución y el código penal no estaban impresos en papel higiénico. Aún con la reiterada desazón que nos producían los espectáculos de corrupción protagonizados por la clase política tradicional, creíamos que la justicia, a veces corta de vista y renga, era Señora con mayúscula.En ese país, isla flotante en sangre, millones tratábamos de evitar los atajos que ofrece el delito. Comulgábamos con el rechazo a episodios que tratábamos de digerir a través de los medios de comunicación. Quien volaba un oleoducto causando la muerte de ochenta personas en un pueblo no era un prócer sino un asesino. Quien encadenaba por doce años de un árbol a un servidor público no era un adalid sino un secuestrador. Quien se tomaba por las armas un recinto donde despachaban jueces y magistrados desarmados no era un libertario sino un antisocial. Quien se reunía con la guerrilla para servirle de consejero de prensa no era un comunicador sino un cohonestador. Quien organizaba escuadrones de justicia particular para defender tierras no era un hacendado sino un criminal. Hoy, cuando nos preparamos para el eventual fin del conflicto, pareciera que el mundo ha cambiado y que lo que estaba mal ya no lo está tanto. Como si la ley hubiera pasado de moda. Por eso, debe saber la guerrilla que no le vamos a firmar un cheque en blanco. Que los colombianos no consentimos la impunidad, aunque sus voceros y representantes cacareen que sin borrón de memoria no habrá paz. Hasta el propio Presidente, a veces tan generoso de palabra, se los ha recordado: “Si las Farc no entienden que no hay amnistías, seguiremos en guerra”.La firma no tiene reversa. Es un hecho. El reto será lo que siga. Cinco décadas de delitos no se pueden evaporar en las calenturas de la paz exprés. Y los guerrilleros, que esta semana dieron muestras de su intención política, pueden estar seguros de que el Estado vigilará que no caigan en la tentación de recurrir a los métodos que antes, y de manera tan efectiva, han usado para lograr el apoyo de comunidades amenazadas y amedrentadas. Y ojalá no tomen el camino de Gustavo Petro, que dejó las armas para abrazar en privado a esa “oligarquía” que tanto fustigaba y se convirtió en otro más de los buena vida que hacen carrera propagando odios de clase, destilando populismo teñido con rencor. Espacio para el ejercicio político de la guerrilla, claro que hay. Llevamos años votando por ladrones, acaparadores, negociantes turbios, asesinos, corruptos y personajes de vaporosa honestidad. No desentonarán tanto los jubilados del Alias Club. Lo que sí deberían anotar en un papelito, para que no se les olvide, es que la revolución que pretendieron imponernos por las armas puede no prosperarles en el ejercicio de la política. El Estado tendrá la responsabilidad de garantizarles la vida, pero no los votos. Lo descubrirán cuando, sin el terror como herramienta, recorran las regiones y comprueben que la gente no está del todo interesada en vitorearlos. Verán que, más que electorado, tienen víctimas. Y que todas se las han ganado a pulso. Ultimátum: Si hemos recorrido un camino fructífero en la separación del Estado y la Iglesia, ¿qué hace tanta gente pidiendo en redes sociales que el papa Francisco fustigue a Correa o cuestione a Maduro?