El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Artículo

Por la libertad

La gran ironía es que al embriagarse de su propio sentimiento de superioridad moral, los progresistas se están pareciendo a lo que más odian y acusan en los medios: a los fascistas.

25 de enero de 2019 Por: Gustavo Duncan

En días pasados Victorino Martín, presidente de la Fundación del Toro de Lidia y propietario de la mejor ganadería de lidia del mundo, presentó ante el Senado español su defensa de la tauromaquia como expresión y patrimonio cultural legítimo del mundo hispano. El eje del discurso de Victorino fue la construcción de una serie de argumentos en defensa contra el ambiente tan hostil que el animalismo y la corrección política de los autoproclamados progresistas han elaborado en contra de las corridas de toro.

El asunto está lejos de tratarse de la crueldad contra los animales. Una mirada casual a las dehesas, aquellos bosques donde pastan los toros de lidia, es una demostración más que suficiente de que si en algún lugar hay crueldad es en las granjas de producción industrial de animales. La vida de cualquier vaca, cerdo o gallina del común es mucho más breve y dura.

Lo que realmente ataca el progresismo y el animalismo es a la exposición de la crueldad, al hecho de que la violencia contra un animal se convierta en un espectáculo público. Pero lo que no consideran es que se trata de una violencia ritualizada, con enormes contenidos simbólicos que, lejos de proponer una crueldad innecesaria, exalta el valor de la vida como un constante desafío y persistencia frente a la muerte. Los aficionados a los toros, -y yo no soy uno de ellos-, no son monstruos sedientos de sangre. Son tan solo participes de una práctica cultural que con sus ritos, modas y estilos celebra una serie de valores, costumbres y símbolos comunes.

Quienes no participen o no estén habituados a esta práctica y no comprendan sus códigos, por supuesto, verán pura celebración de la crueldad. Pero es el mismo repudio que pueden sentir quienes sean expuestos a la pornografía, las drogas, determinadas expresiones artísticas, los cultos religiosos, etc., y no estén habituados con sus ritos, usos y prácticas. El asunto es que no por eso deben ser prohibidos y censurados moralmente.

Lo impresionante y poderoso del discurso de Victorino Martín fue que, sin proponérselo, trascendió el tema de la tauromaquia. Es la expresión de la persecución que se siente en la vida cotidiana por el proceso de limpieza moral que actualmente llevan a cabo los nuevos puritanos que pretenden cuestionar la moralidad de quienquiera que no comporta sus creencias y hábitos. Es, en el fondo, un llamado a la libertad frente a las arbitrariedades de quienes se sienten moralmente superiores para imponer casi a la brava un orden moral donde no tienen cabida la cultura de los otros. En palabras de Victorino: “Un nuevo orden moral en el mundo, de manera que este sea más plano, más homogéneo y con menos matices”.

De dejar que estos nuevos inquisidores morales, organizados en tendencias extremistas del animalismo, el feminismo, el veganismo y demás variantes del progresismo, impongan su doctrina, el mundo asistiría a una destrucción sistemática de los ideales de la democracia liberal. Las formas de expresarse, de producir, de construir la cultura, de socializar y relacionarse, de hacer arte y de participar en la política, estarían mediadas por jueces morales tan severos como cualquier inquisidor en su momento o cualquier talibán de hoy en día.

La gran ironía es que al embriagarse de su propio sentimiento de superioridad moral, los progresistas se están pareciendo a lo que más odian y acusan en los medios: a los fascistas.