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Moralmente superiores

En un debate en Twitter la escritora Carolina Sanín le respondía a alguien que se quejaba que el problema de los veganos era que se sentían moralmente superiores.

1 de mayo de 2020 Por: Gustavo Duncan

En un debate en Twitter la escritora Carolina Sanín le respondía a alguien que se quejaba que el problema de los veganos era que se sentían moralmente superiores. Decía ella que eso no era un problema: “Es moralmente superior, por definición, el que toma una decisión moral para hacer menos daño.”

Su respuesta fue de una honestidad emocional totalmente descarnada. No pretendió disimular en lo más mínimo los mecanismos emocionales que la llevan a dividir a las personas en distintas categorías de acuerdo a sus posturas morales en torno a determinados temas. Unos están por arriba de manera categórica y otros por debajo. Es casi como un nuevo sistema de clases o jerarquías sociales, solo que dado por sus posiciones y convicciones.

Ahora bien, que haga algo así la escritora Sanín es irrelevante. Es un asunto de ella. El problema es que está tomando vuelo en las formas de hacer política en la democracia, con unas consecuencias que pueden ser terribles en el largo plazo. Si las partes que hacen parte del debate político, que ocupan los cargos del Estado y que toman decisiones que afectan a la sociedad, no reconocen la legitimidad de las posiciones de los otros, sino que las consideran moralmente inferiores, entonces la democracia como método se ve en problemas.

Reconocer que las posturas e intereses en la sociedad son variados, que las ideologías y valores de las personas pueden tener formas incluso disparatadas, pero que existe mecanismos para llegar a acuerdos en que no se pasen por encima de unos y otros, ha sido uno de los grandes logros de la democracia. Es más, ha logrado hacerlo poniendo límites, a su vez, a la clase política que se encarga de tramitar las diferencias y alcanzar acuerdos, de modo que en el proceso no aprovechen su situación para abusar del poder y de los recursos disponibles. O, más bien, lo ha hecho con mejores resultados que las dictaduras, en que en el nombre del bien de la sociedad el autócrata de turno concentra el poder y pone a su disposición los recursos, decisiones, celebraciones y libertades.

No es poca cosa. El reconocimiento de la legitimidad de los otros es lo que ha permitido que en las democracias occidentales puedan convivir banqueros ateos, celebridades contestarias, musulmanes radicales, blancos pobres, mormones polígamos, migrantes de países miserables, etc. Por supuesto que hay sentimientos de agravio y de injusticia que cada tanto explotan en violencia y actos terroristas, pero increíblemente todas estas comunidades pueden convivir, disfrutar de libertades y participar en el juego democrático.

Eso no está garantizado si los líderes políticos se conciben a sí mismos como moralmente superiores a sus competidores y, sobre todo, a los seguidores y representados de sus competidores. La democracia suele sortear esta amenaza porque los líderes “moralmente superiores” son minoritarios. Recalcitrantes y extremistas no suelen ganar elecciones, aunque cuando las ganan instalan dictaduras como Hitler o Chávez. Sin embargo, hoy es distinto porque se quiere instalar una democracia en apariencias abierta, con sus procedimientos garantizados, pero con la idea desde un sector que los otros están en una escala inferior de creencias, valores y hábitos, y que por ello es legítimo acabar con las bases morales de estas realidades indeseables.

Se está abriendo la oportunidad a un totalitarismo democrático.

Sigue en Twitter @gusduncan