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La ceguera del odio

Una de las peores consecuencias de la polarización que se generó en el país a raíz de los mandatos de Uribe fue que muchos medios, analistas y formadores de opinión cayeron en la dinámica del odio de alguno de los extremos y perdieron cualquier sentido de la racionalidad y la coherencia a la hora de evaluar el desempeño de la clase política y de la dirigencia nacional.

22 de septiembre de 2017 Por: Gustavo Duncan

Una de las peores consecuencias de la polarización que se generó en el país a raíz de los mandatos de Uribe fue que muchos medios, analistas y formadores de opinión cayeron en la dinámica del odio de alguno de los extremos y perdieron cualquier sentido de la racionalidad y la coherencia a la hora de evaluar el desempeño de la clase política y de la dirigencia nacional.

Uribe ciertamente utilizó un lenguaje agresivo y pendenciero como parte de su estrategia política para lograr consensos en torno a la necesidad de una guerra sin cuartel contra las Farc y de un proceso de paz con las AUC. No obstante, ese mismo lenguaje fue utilizado para otros fines más debatibles como su propia reelección y la estigmatización de sus contradictores políticos como cohonestadores del terrorismo.

Por supuesto, tanta pugnacidad trajo la reacción de sectores políticos y sociales que se vieron afectados y aludidos por el discurso de Uribe. Unos pocos, algunas ONG y ciertos líderes políticos radicales, eran en verdad afines a la lucha armada de las guerrillas. Pero el grueso de mencionados y denunciados por Uribe rechazaban la lucha armada y su problema era solamente que estaban en contra de su agenda de gobierno y sus aspiraciones de reelección.

El resultado fue que el país se partió en dos y más partes: un uribismo y un antiuribismo furiosos y un sector en el medio más variado y pragmático. El actual presidente Santos, por ejemplo, fue parte de este último sector. Uribe lo respaldó con total pugnacidad durante su campaña presidencial. Incluso se refirió a Mockus en términos de caballo viejo en alusión a un párkinson recién descubierto. Luego Santos se alejó de la agenda uribista y por pura fuerza de reacción se convirtió en antiuribista.

Los dos extremos, en la furia de la contienda, fueron absorbiendo muchos sectores políticos y de opinión al punto que se perdió cualquier posibilidad de llegar a consensos políticos y de poder asumir un análisis de la contraparte que evitara caer en la estigmatización y en la absoluta desconfianza. Se llegaron a versiones ridículas. Se alcanzó a decir que Uribe era jefe directo de Castaño y que Santos era el infiltrado guerrillero alias Santiago.

Pero eso era solo la exageración en medio de conversaciones coloquiales. Lo verdaderamente grave era que muchas personas sensatas, con capacidad de influir en las decisiones políticas y medios nacionales, comenzaron a actuar cegados por el odio. Se comenzaron a pasar por alto y a excusar comportamientos inaceptables de dirigentes, políticos y jueces solamente porque atacaban a la contraparte. Del mismo modo se comenzaron a dirigir ataques sin ningún fundamento ni ninguna proporción por motivos de odio.

Una consecuencia evidente de la ceguera a la que llegó el país es la reciente crisis de la Justicia. No ha sido un episodio menor. Ni más ni menos que la Corte Suprema de Justicia fue tomada por una banda de delincuentes que extorsionaban a destajo como bandidos de esquina. Señales de la descomposición de la Corte venían de tiempo atrás. Solo que los medios y la opinión no la vieron porque era más importante tomar partido en la disputa entre uribista y antiuribistas.

Los magistrados se embriagaban de clientelismo y corrupción mientras para muchos solamente importaba si sus juicios hundían a Uribe. Era difícil, además, creer las denuncias del uribismo luego de tantas exageraciones.

Sigue en Twitter @gusduncan