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¿Qué pasa en San Andrés?

Estuvimos unos días en San Andrés con mi hija, mi nieta y una amiga suya que para celebrar su grado visitaron Colombia después de terminar el colegio en California.

8 de julio de 2018 Por: Claudia Blum

Estuvimos unos días en San Andrés con mi hija, mi nieta y una amiga suya que para celebrar su grado visitaron Colombia después de terminar el colegio en California. Escogieron la seductora isla por su mar de colores que cambian en un abrir y cerrar de ojos del azul celeste, al profundo, para pasar al lapislázuli, al zafiro, al índigo y luego al verde aguamarina.

Los arrecifes de coral, los peces y plantas marinas, la cordialidad de sus gentes, el clima, los relatos sobre Morgan el pirata, fueron para las niñas un deleite sin igual. Como lo fue disfrutar la cultura raizal cimentada desde 1502 por españoles, franceses, ingleses y africanos, su gastronomía y los ritmos afrocaribes del calypso, el reggae, el mento y la socca.

Sin embargo, la inolvidable experiencia no podía ocultarnos la realidad circundante. En uno de nuestros diálogos, apareció el tema del diferendo limítrofe. Las niñas me preguntaron por qué San Andrés, a 750 km de la Colombia continental y tan cerca de Nicaragua, no era parte del país centroamericano. Les aclaré que desde la colonia el gobernador español O’Neille e independentistas como Luis Aury, reconocieron la soberanía de la Nueva Granada y Colombia. Esa soberanía no depende de la cercanía, les dije, y relaté que los dos países firmaron en 1928 un tratado en el que Nicaragua aceptó nuestra soberanía en el Archipiélago y nosotros su dominio en la Costa de Mosquitos –históricamente reclamada por Colombia–. Aunque Nicaragua demandó en 2001 ante la Corte Internacional de Justicia la nulidad de ese Tratado, el tribunal ratificó las islas como colombianas, pero creó incertidumbre sobre los límites marinos.

Caminando la isla aparecerían diálogos con raizales y continentales que nos transmitieron preocupaciones adicionales. Como la indignación por un sistema de salud agobiado por el robo de implementos, corrupción, falta de personal especializado, y paros por incumplimientos con trabajadores de la salud. El enojo por la crisis en la educación. La irritación por la planta eléctrica terminada que no arranca en una ciudad urgida de energía, y el absurdo de la planta incineradora de basuras ahogada en sus propios residuos. La angustia por la escasez de agua potable. Y la inquietud por el aeropuerto, vital para miles de turistas e isleños, abandonado a su suerte con una terminal sin iluminación ni servicios sanitarios adecuados, y una pista averiada que requiere urgente modernización y expansión.

Deprime tropezar con desperdicios apiñados en calles y andenes, y ver el deterioro de las edificaciones. Pero más triste aún es la desigualdad y creciente pobreza. Situación que empeora con la irrupción de grupos criminales que llegan en busca de rutas de salida para el narcotráfico, replicando la inseguridad que padecen otros sitios del país.

La queja general es la incapacidad y la corrupción de burocracias locales que manejan mal los fondos públicos nacionales y locales, y condenan a las islas a una crisis que se agrava día a día. A nuestro regreso inferimos que lo apremiante es que la gente vaya más allá de la indignación del momento. Que cada isleño se comprometa con la elección de gobernantes eficientes y transparentes. Y que toda Colombia ayude en ese propósito. Este es el primer paso para recuperar la calidad de vida, consolidar el turismo como fuente de desarrollo, y conservar un ecosistema declarado mundialmente como Reserva de Biósfera.