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El último baile de Jimmy Boogaloo

Con la muerte de Jimmy Boogaloo se fue una época dorada: los años espléndidos que escribieron en Cali los llamados bailarines de la Vieja Guardia. ¿Qué fue acaso lo que hizo tan célebre al creador del pasito cañandonga? Homenaje.

15 de marzo de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA

Con la muerte de Jimmy Boogaloo se fue una época dorada: los años espléndidos que escribieron en Cali los llamados bailarines de la Vieja Guardia. ¿Qué fue acaso lo que hizo tan célebre al creador del pasito cañandonga? Homenaje.

Por supuesto que doña Herminia Cabrera lo vio bailar muchas veces el ‘pasito cañandonga’. Cada vez que lo hacía, Jimmy Boogaloo comenzaba a deslizar sus zapatos sin medias en el suelo; primero un pie adelante, enseguida el otro, ambos con giros cadenciosos. Después cada pie hacia atrás para rematar luego golpeando varias veces la punta del zapato contra la pista del grill de turno. El paso se lo había inventado él mismo. Eso les repetía a todos, orgulloso de su aporte al baile de la salsa. Solía descrestar con él en El Séptimo Cielo, templo rumbero ubicado en el barrio industrial que se levantó sobre la Carrera Octava, frente a Bavaria. Otras veces —recuerda Herminia— Jimmy llevaba su figura alta, grácil y de largas piernas, vestidas siempre de botacampana en tela de terlenka, hasta Cabo Rojeño, Chacarel y El Columpio, donde llegó a ganarse la vida como animador sin descanso de las noches prohibidas. Corrían los años 70 y el ritual era siempre igual: el hombre caminaba hasta el lugar del discómano, empuñaba el micrófono y comenzaba a saludar a los clientes más asiduos con esa voz ronquísima que mereció que algunos le llamaran ‘Radio viejo’. “Yo solo saludo a los que tienen plata porque si saludo a los demás se me pega la pobreza”, solía decir. Solo después de eso anunciaba alguna de esas descargas de pachangas o boogaloos que él mismo después se gozaba en la pista. Días felices, asegura Herminia, por entonces una jovencita que se calzaba empinadas plataformas para salir a bailar y hoy es una consagrada ama de casa del barrio Nueva Floresta. Días en los que la música se disfrutaba más si los discos no giraban en 33 sino en 45 revoluciones. Días en los que los caleños de barrio popular, albañiles, zapateros, obreros, habían dejado de imitar los pasos de los mexicanos Tintán’, ‘Clavillazo’ o ‘La tongolele’, aprendidos en las salas de cine de teatros como Sucre y Rialto, para crear un estilo propio. Ese estilo no era posible si no se movían frenéticamente los pies y la cintura al son de un boogaloo, especie de guajira lenta que se transformaba en veloces y endemoniadas versiones antes las cuales nadie era capaz de quedarse sentado. La ‘Micaela’ de Pete ‘el Conde’ Rodríguez en su versión original un día comenzó a sonar tan aburrida como un partido de fútbol amistoso. Había que ‘meterle candela’ a los pies y por eso fue necesario, indispensable, acelerar la melodía. A Jimmy —cuyo nombre de pila era en realidad Jaime Castro— el nuevo estilo lo sorprendió cuando era un muchacho de las calles del barrio Villanueva que conseguía algunas monedas, todos los días, trabajando en una estación de gasolina de la Calle 19 con Carrera 15, del barrio Belalcázar, donde tanqueaba y cambiaba el aceite de carros ajenos. Fue allí donde lo conoció uno de sus amigos y cómplices de clave, mujeres y jarana, Evelio Carabalí. Con su pelo afro bien acicalado, su camisa templada en poliéster y sus zapatos de plataforma, este maestro de construcción pasaba por Jimmy a la estación de gasolina cada vez que se animaba a participar de los concursos de animación que promovían los grilles del centro. Casi todos, irremediablemente, terminaba ganándolos Boogaloo. “Es que el hombre tenía mucho carisma, mucho don de gentes”, cuenta Evelio. “Se aprendía los nombres y las historias de los clientes y con eso era que amenizaba la rumba. Me atrevo a decir que fue uno de los pioneros de la animación en Cali”. Juntos llegaban también hasta el Aguacate, sitio famoso del barrio Meléndez; hasta Estambul, balneario obligado de la recta Cali-Palmira, y hasta Picapiedra, grill de la Calle 15 con Cuarta donde ya Jimmy se había hecho célebre con su pasito cañandonga. Nadie lo hubiera confundido nunca con un hombre apuesto, pero él se las ingeniaba para conquistar corazones en medio de pachangas, mambos, ‘foxtrot’ y boleros apaches ‘bien paseados’. Quien lo cuenta es otro de sus amigos, el Sargento Loco, bailarín como él, con quien Jimmy disfrutó de la bohemia hasta que los males del cuerpo no le permitieron volver a salir de su casa del barrio Chiminangos. Pero mucho, muchísimo antes de que un ataque cerebrovascular lo postrara en cama y le negara incluso reconocer a sus amigos y su familia, a dejar de sonreír, Jimmy comenzó a integrar, sin sospecharlo, uno de los capítulos dorados del baile popular caleño, esa generación que hoy todos conocemos como la Vieja Guardia. Para entonces, cada día de la semana tenía su lugar sagrado. Los lunes en la tarde la cita era en El Aguacate y en la noche en Costeñita, allí, en la Octava con 29. Los llamaban los lunes del zapatero, los lunes del albañil. Los martes nadie podía faltar a La Manzana ni a El Columpio. Los miércoles eran de Escalinata y los jueves eran del Village Game que primero se conoció como Tren Latino. Los viernes —recuerda Evelio— la cosa era a otro precio: todos los grilles abrían sus salones de pisos de mosaico y de paredes tapizadas de espejos que se colmaban de bailarines de la entraña más humilde de la ciudad. Tiempos de frenesí en los que Jimmy se salvó varias veces de los excesos de la rumba pesada. Como aquella noche, en Los Compadres, cuando balearon a un tipo que imaginó que escondiéndose detrás suyo lograría intimidar al agresor. “No me pasó nada; y siempre creí que el pistolero no me disparó porque a lo mejor me reconoció. Estuve de buenas, las balas solo me dañaron una hombrera de la camisa”. En todo caso, tiempos gratos en los que —como decía él mismo— “era mejor ver bailar que bailar”. Fue ese el cielo que le perteneció a Jimmy Boogaloo durante casi dos décadas. El que compartió con nombres como el de Amparo Arrebato, Watusi, Telembi King, Ofelia, Los Mellizos, Aydé España, María Tovar, Félix Veintemillas, Carlos Paz —a quien él bautizó como ‘Resortes’— y el propio Evelio Carabalí. Con varios de ellos, por allá en el año 74, integró el Ballet de la Salsa, uno de los primeros espectáculos caleños que tuvo al baile de la salsa como gran protagonista. El disparate se le ocurrió primero a José Pardo Llada, que en ese momento lideraba la sintonía del dial caleño con ‘Mirador del aire’, su programa en la emisora El Sol de Todelar. Días después de que llegara a su fin un famoso concurso que convocaba a las cien mejores parejas de salsa de las comunas de la ciudad, que había dejado en los primeros lugares a Evelio y Jimmy, el periodista cubano propuso al aire que los mejores sobre la pista se unieran y fundaran un show. El Ballet de la Salsa dio sus primeros pasos en Honka Monka, icónico rumbeadero de la Carrera Sexta con 24, en el corazón del barrio Obrero. Fue allí donde hizo sólida la altivez del baile caleño, su cadencia, el sello que comenzó a distanciarnos de otras ciudades tan salseras y gozonas como Barranquilla. Fue allí también donde nació ese estilo que Jimmy Boogaloo defendió hasta sus últimos días y que lo llevó a cuestionar tantas veces el ‘Cali Style’, ese baile acrobático de hoy que paradójicamente le ha regalado a la ciudad su fama internacional. “Eso no es baile”, le repitió muchas veces a Luis Hernando Hernández, al Mulato, fundador de la compañía Swing Latino. Luis Hernando le respondía que eso que él se inventó en 1998 era solo un estilo para hacer bailes de show, no de salón. Que estaba claro que nadie iba a bailar así, dando volteretas en el aire, en la pista de una fiesta, de una discoteca. “Lo que yo espero es que Jimmy haya muerto sabiendo que esa manera de bailar que ahora identifica a los caleños se la debemos en gran medida a la Vieja Guardia. No hubiera sido posible sin ellos, sin su movimiento de piernas, sin sus pintas coloridas. De todo eso aprendimos y a eso le rendimos tributo cada vez que nos presentamos fuera de Colombia”, asegura el Mulato, que cuenta que la última vez que lo vio fue hace poco más de un año cuando ya era evidente su deterioro físico. “Él ya no te reconocía cuando pasabas a saludar”, dice Evelio Carabalí. Ya había padecido diabetes, un derrame y hasta mal de Parkinson. La mala salud acabó por confinarlo en su casa, bajo los cuidados de Mabel Silva Meza, la esposa que lo acompañó durante las últimas tres décadas y con quien tuvo a su único hijo —de nombre Jaime, como él— hoy un muchacho de 18 años. Muchos de quienes lo conocieron sabían que sufría de demencia senil, que no podía moverse por completo. Que los días gratos del pasito cañandonga le pertenecían únicamente a las viejas fotografías en blanco y negro que tenía por toda la casa. La enfermedad había comenzado a manifestársele unos ocho años atrás y lo dejó dependiendo de una silla de ruedas y una cama eléctrica que con mucho esfuerzo su familia pudo conseguir. Un par de noches antes de que su corazón se detuviera para siempre, la madrugada del pasado 24 de febrero, presentó fiebres altas y estuvo afectado de los bronquios. Afuera de su casa, parqueado, permaneció el Renault 4 color zanahoria que nunca quiso cambiar y que durante tantos años lo dejó a las puertas de los rincones de la buena rumba... en Pance, en Jamundí, en el centro, en Juanchito. El mismo carro que le ayudó a llegar a la estación de la que nunca pudo retroceder: un lugar en la memoria musical de esta Sultana pachanguera que, seguro, aprendió bien su lección: “El que no sepa bailar que se salga de la pista”.

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