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Alguien llama a la puerta de Obregón

La casa blanca que se levanta en la Calle de la Factoría, en el centro histórico de Cartagena, no solo fue el hogar de Alejandro Obregón los últimos 24 años de su vida. También fue escenario de varios de sus cuadros más representativos y de episodios memorables: desde una noche de Año Nuevo que acabó con un cuadro baleado, hasta una sesión de pintura en la que un vendedor de agua de coco se convirtió, gracias al pincel maravilloso del maestro, en el arcángel San Gabriel del Vaticano.

9 de mayo de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de GACETA

La casa blanca que se levanta en la Calle de la Factoría, en el centro histórico de Cartagena, no solo fue el hogar de Alejandro Obregón los últimos 24 años de su vida. También fue escenario de varios de sus cuadros más representativos y de episodios memorables: desde una noche de Año Nuevo que acabó con un cuadro baleado, hasta una sesión de pintura en la que un vendedor de agua de coco se convirtió, gracias al pincel maravilloso del maestro, en el arcángel San Gabriel del Vaticano.

Algo debía andar mal, mucho antes de ese 11 de abril de 1992, para que la puerta azul de la vieja casa esquinera de la Calle de la Factoría permaneciera cerrada. Lo usual era verla abierta sin necesidad de llamado alguno. Eso recuerda Salvo Basile. Algo entonces andaba mal, seguro. Tan seguro como que el maestro Alejandro Obregón se estaba muriendo. “En sus últimos años sus amigos lo vimos muy poco”, reconoce ahora el actor con su inconfundible voz de trueno. “Alejandrito mantenía muy encerrado, quizás porque se enfermó de los ojos y, bueno, suena hasta obvio, no quería ‘ver’ a nadie”… Los recuerdos van apareciendo mientras el actor napolitano —que llegó en los años 60 como asistente de un director de cine y se quedó para siempre en Colombia— se arrellana en una de las sillas de su casa del barrio San Diego, en el centro histórico de Cartagena. Lugar espacioso y de amplios ventanales por los que se cuela a placer la canícula dorada del Caribe.Ahora mismo, se ve de nuevo como hace cincuenta años, tocando a las puertas de la casona de Obregón para proponerle que actuara en la película que Guillo Pontecorbo quería rodar en 1968, nada menos que con Marlon Brando como protagonista: ‘Quemada’.La producción necesitaba un actor que interpretara a un general inglés. Salvo pensó en Obregón, que ya para entonces era un artista atildado y caminaba por La Heroica escoltado por la fama de una obra sin la cual no es posible entender el arte contemporáneo de este país: ‘Violencia’, que él llevó al lienzo en 1962. Es la imagen de una mujer embarazada, tendida muerta sobre una línea horizontal, en medio de un gran espacio despojado. “Un funeral extraordinario”, como lo llamó Marta Traba.“Imagínate si no iba a ser perfecto Alejandrito para ese personaje”— cuenta Salvo—. “Con esa estampa, ese bigote rubio, esos ojazos claros, es que el cabrón era bellísimo”. Y Obregón actuó, claro. Ya llevaba un buen tiempo coqueteándole al cine. Hizo con Álvaro Cepeda ‘La langosta azul’, en 1954. Fracasó con ‘Nos vamos pa’ la Guajira’, rodada justamente con su amigo Salvo. Y duró varios años con el delirio de llevar a la gran pantalla la vida de Blas de Lezo, ese viejo lobo de mar al servicio del Rey de España, al que Obregón llamaba su “antepasado loco”, protagonista de 21 batallas navales —que lo despojaron de sus brazos y su oreja izquierda— y de una serie de cuadros del maestro que ya tienen su lugar señalado en el arte colombiano.En ‘Quemada’ la figura de Obregón se adivina en un par de escenas, una de ellas junto al propio Brando. Ambos a lomo de caballo, mientras el pintor sostiene un catalejo y recita frases en inglés perfecto. En la segunda imparte órdenes de disparar en alguna batalla.“Fue quizás la única vez que vi a Alejandro tímido… Imagínese, ¡Alejandro Obregón tímido!”. Salvo dice eso y suelta una carcajada.Es que en la Cartagena de esos tiempos podías tropezar sin dificultad con el maestro Obregón en cualquier esquina, siempre con varios tragos de más, como si cargara el manual de la extravagancia bajo el brazo. Podías verlo en el Casino del Caribe o en ‘La embajada italiana’, el restaurante de Divo Caviccioli, italiano que escapó de su país dejando en él a su esposa y sus tres hijos. Podías verlo en prostíbulos para blancos como ‘Casablanca’. Nada raro tampoco si tropezabas con él, cuando el día apenas se hacía día, frente a un café humeante que él avivaba con un trago de Ron Tres Esquinas, su licor de siempre.Podías verlo caminando por El Laguito, cuando era más una playa para turistas que un barrio sofisticado de esos que te recuerda que Miami puede estar en cualquier rincón de América Latina. Verlo con sus manos grandes y pendencieras, capaces de pintar un cuadro y de borrarlo por completo también, de tumbar al suelo boxeadores y marineros de puerto; de lanzar cervezas a las cervezas que ponía en la cabeza de sus amigos, de preparar paellas y emparedados de grillo, de pegarle un tiro certero al ojo de su propio retrato. Verlo siempre pareciéndose a sí mismo: en pantalones cortos salpicados de acrílico y con una camiseta breve, como si la izara en el cuerpo a media asta.Sucedía cualquiera de estas cosas o simplemente encontrarlo en esa casona a la que llegó en los albores de 1963, cuando tomó la decisión de huir de la bohemia del Grupo de Barranquilla, el mismo de Gabo, de Álvaro Cepeda, de Alfonso Fuenmayor, del sabio catalán Ramón Vinyes. Todos habían convertido el bar La Cueva, del barrio Boston, en cuartel de jaranas, amores de emergencia y discusiones que un día versaban sobre Faulkner, al siguiente sobre Cortázar o a veces sobre la misma nada. Eran los días alegres en que Alejandro Jesús Obregón Roses, el pintor, el muralista, el escultor, el mujeriego insobornable, el catalán de corazón Caribe, podía sorprender a sus amigos a lomo de elefante dispuesto a derribar la puerta que no le abrían. Los días en que corría desnudo con el ‘Nene’ Cepeda por las calles de Barranquilla con el sabor en la garganta de un par de Águilas bien frías. Corriendo libres como cóndores —siempre los cóndores— que habitan tantas obras de Obregón.De todo eso huyó, reconoce ahora Silvana, la única hija del maestro: “Mi padre anhelaba tranquilidad para poder trabajar en su pintura y eso solo lo encontró aquí, en Cartagena; aquí, en esa vieja casa”.Llegó con unos pocos lienzos como trasteo, con su hijo Mateo y con Freda Sargent, artista inglesa con la que se casó años después de su separación de la legendaria bailarina Sonia Osorio. Quiso inicialmente una propiedad para alquilar, pero acabó por comprar esta casa, fascinado con la idea de habitar un fortín de guerra, con cuatro siglos de historia, en cuyas paredes aún se advertían las cicatrices de balas de cañón disparadas por Francis Drake, el pirata inglés que se tomó la ciudad un amanecer de 1586.La casa, ubicada a un costado de las murallas, no vivía sus días mejores. Para alumbrarla, Obregón y su mujer tuvieron que ingeniárselas y conectarse al poste de la energía de la Calle de la Factoría, que para colmo estaba sin pavimentar.El maestro Obregón había llegado en una época en la que familias enteras salían de la ciudad amurallada persiguiendo la prosperidad de zonas como Manga y Bocagrande. La Cartagena glamurosa de hoy, con sus hoteles boutique, paseos en carroza y restaurantes de moda se parece muy poco a la Cartagena “de rancio desaliño” —a la que le cantó el ‘Tuerto’ López— que acogió a un artista que buscaba desesperadamente poner el alma en reposo.****Hoy, 22 años después de la muerte del maestro, esa calle de 300 metros que desemboca a la Plaza Santodomingo es una de las más bellas de la Cartagena vieja. Una calle que solo parece alterada, esta tarde de miércoles, por el ruido que producen varias manos trabajan con frenesí dentro de la casa de puertas azules que habitó Obregón. Ha sido así durante los últimos siete meses. Son manos que ajustan vigas y puertas, martillan, fumigan, resanan, pintan. El asunto lo lidera el arquitecto y restaurador Eduardo Camacho, por petición de Silvana y Rodrigo Obregón, hijos del maestro, a quienes los mueve el sueño familiar de convertirla en un museo. Es una deuda pendiente, cree Rodrigo, que se hizo actor y ha figurado con varios papeles en Hollywood. Una deuda con ellos, con los amigos que adoró Obregón y con la ciudad que lo vio morir a los 72 años.Porque fue dentro de estas paredes, visitadas siempre por el rumor del mar, donde el maestro pasó sus últimos 24 años y donde experimentó una de las épocas más febriles de su trabajo artístico. Aquí fue donde pintó obras como ‘Tormenta’, ‘Violada I y II’, ‘Bachué’, ‘Sortilegio’, ‘Madona’, ‘Tauro virgo’ y esa bella serie de autoretratos en los que se imaginó como Blas de Lezo. Obregón tuerto, Obregón con un gancho de hierro en vez de mano, Obregón con una pata de palo. Lo mítico y lo real. Fue aquí donde pintó, en 1982, ‘Muerte a la bestia humana’: un hombre desnudo que explota en sangre y sostiene un fusil en la mano derecha; un cuadro provocado por el secuestro y asesinato de Gloria Lara de Echeverry. Como ‘Violencia’ y ‘El estudiante muerto’, fue otro grito angustioso de un artista que era testigo de los malos vientos que ya comenzaban a soplar en el país. El testimonio rabioso de un artista político.El Presidente de entonces, Belisario Betancur, enterado de esos brochazos desesperados, lo increpó. ¿No era acaso capaz uno de los padres del arte moderno en Colombia de encontrar trazos más amables? Y, sí, Obregón lo fue: en esa misma casa pintó ‘Victoria de la paz’: una mujer de blanco que parece correr hacia el futuro con la mirada en alto, acompañada de cóndores y de pájaros. Era ya otro momento de su pintura. Ya había abandonado el óleo para abrazar el acrílico, a despecho de las voces inconformes que comenzaron a alzar los críticos.Ni la propia Marta Traba, que había celebrado sus proezas pictóricas, aceptó la propuesta. El crítico Miguel González tampoco; sentía que el maestro se convertía en una suerte ‘fábrica’ de obregones, por la facilidad que supone el acrílico para pintar de manera más asidua.Diego Obregón, hijo del maestro, vio aquello con ojos benévolos: el uso del acrílico le significaba a su padre más rapidez del proceso creativo, eso que el óleo no permitía, y “un gesto más libre y suelto en su pintura”. Hasta entonces, está seguro Diego, “la paleta de Alejandro Obregón tenía mucho gris; él era algo tacaño con el color, pero con el acrílico se hizo generoso. La crítica fue dura, pero él estaba convencido de su apuesta, sabía que regresar al óleo era dar un paso atrás en su madurez como artista”.La historia ya lo juzgó, con sus anunciaciones, sus floras, sus zozobras, sus barracudas, sus memorias de Grecia, sus magos trepados en la Popa, sus bachués. “Lo que importa es que no copió a nadie”, dice su amiga, la historiadora de arte Soffy Arboleda. “Tampoco se inscribió en ningún tipo de tendencia; todos sus periodos fueron novedosos. Es el más grande artista de la historia de Colombia”.**** En esta casa ya no está Obregón, pero está todo: la silla en la que García Márquez se sentaba cuando iba de visita, los teléfonos de amigos pintados en las paredes, los mástiles donde el artista acostumbraba a colgar su hamaca para entregarse a uno de sus placeres mayores: fumar Piel Roja sin filtro.Está también su dormitorio. Primer piso. El maestro solía mantenerlo oscuro, con aire acondicionado y las ventanas clausuradas. Adentro, dos camas gemelas, el clóset de un lado, del otro una cómoda de cajones pintada de rojo candela; una mesa de noche en la que siempre hubo un teléfono, el libro de ocasión que el maestro estuviera leyendo y decenas de bocetos que pintaba durante sus noches sin sueño, que fueron casi todas. En una de las paredes, un mural que aún es posible advertir en tonos azules y que Rodrigo llama “un verdadero tesoro que envidiaría tener cualquier museo o galería”. Y están los recuerdos, claro. Los de los amigos que le pidieron a Obregón, una y otra vez, que contara la anécdota aquella del ahogado que rescató en la Ciénaga Grande. O la evocación de tantos días de fiesta en los que la escultora Feliza Burztyn, amiga y cómplice, solía gritarle al oído de todos: “Obregón, no es necesario que pintes. Nos basta con que existas”. Mara Martínez, otra gran amiga del maestro en Cartagena, logra sacar de la memoria el día en que Obregón pintó en esta casa un cuadro para el Vaticano, por pedido de monseñor Darío Castrillón. Un día, de paseo por la playa, Obregón se quedó observando a ‘San Pablo’, como solían llamar a un negro que vendía agua de coco. El maestro lo invitó a su casa y el hombre apareció con sus mejores ropas de domingo. Lo hizo subir al taller del segundo piso y, tras varios bocetos, le pidió que se quitara la camisa. Entonces comenzó a pintar. Luego quiso que se quitara también el pantalón. Y ‘San Pablo’ aceptó. “Fue así como el negro de la playa terminó como el arcángel San Gabriel del Vaticano, ese que le está dando la flor a la Virgen”, cuenta Mara divertida. Otros recuerdos acaban en la cocina. Le pasa a Soffy Arboleda. “Daba gusto verlo cocinar”, reconoce ahora. “Una vez, de regreso de Barranquilla a Cartagena, a donde habíamos ido para presentar una exposición suya, compró unos camarones de agua dulce y, apenas llegó a la casa, preparó una paella exquisita; cocinando era también un artista. Mientras cocinaba, conversaba, de todo y de todos, porque era un ser muy culto”. Hay otros recuerdos que como fantasmas necios deambulan por el taller. Segundo piso. La alquimia ocurría allí, pero sin una paleta. Obregón prefería mezclar los colores con cuchara en un plato sopero de porcelana. Era el lugar en el que solía asustarse frente el lienzo en blanco. Mara lo vio: “Cuando no le salían los cuadros, cambiaba todo. Pintaba y pintaba, y cuando uno creía que el cuadro estaba ya terminado, de pronto agarraba pintura blanca y lo borraba íntegro. Decía que cuando estaba frente a un lienzo limpio, entraba en pánico. “Niñita, no sabes lo terrible que es pararse ante este vacío total”...Era el mismísimo taller en el que Gala, la negraza de risa encendida que trabajó para él como ama de llaves y servidora fiel por treinta años, no podía ordenar y asear a gusto. Un papel que a Obregón se le cayera al suelo, sucio, rasgado, o como fuera, debía quedarse allí. Punto. Estuvo claro siempre para ella. “Cuando barría”, dice, “yo movía el papelito con la escoba, pero ahí mismito se lo ponía, porque don Alejandro enseguida se daba cuenta y podía ponerse bravísimo”. Una de las historias más memorables ocurridas aquí le perteneció a Gabriel García Márquez, que la contó en una crónica memorable de 1991. Sucedió en la noche de Año Nuevo de 1979. Dos mujeres, en medio de la fiesta familiar, comenzaron a discutir acaloradamente sobre cuál era la dueña de uno de los cuadros que Obregón pintó en honor a Blas de Lezo. “Este cuadro se está volviendo más importante que yo”, se quejó entonces el maestro. “Así que voy matarlo”, le escucharon decir todos, en plena celebración.Lo que sucedió después lo narró Gabo de una plumada genial: “Sacó un revólver Smith & Wesson, negro, 38 largo y disparó contra el lienzo la carga completa. El primer tiro dio en el centro del único ojo. El segundo y el tercero, disparados con una puntería de cazador maestro, entraron por el mismo agujero. La fiesta familiar se acabó, por supuesto, pero la disputa se acabó también para siempre”.El cuadro terminó siendo el único que Obregón le regaló y dedicó a Gabo, quien, con las heridas de bala en el lienzo como trofeos, se lo llevó consigo a Ciudad de México. Esta casona de la Calle Factoría que hoy busca artilugios para lucir como museo cuenta todo eso aún. Los hermanos Obregón esperan que se transforme en un centro cultural que ayude a desentrañar las claves del hombre del ‘expresionismo mágico’, como Marta Traba definió el trabajo creativo de su padre. El proyecto incluye también esculpir una barracuda, uno de los ejemplares de la ‘fauna’ de Obregón, en medio de dos forjas de hierro, que engalanarán la plaza del frente de la casa. La restauración de ambos espacios culminará antes de que finalice el 2014. “Esta va a ser La Cueva de Cartagena”. Eso cree Rodrigo. La ciudad, sin embargo, parece no darse por enterada. Da la sensación de que vive de espaldas a ese pasado de leyenda que Obregón pintó en ella. No hace mucho, gastó cerca de 7 mil millones de pesos en una Bienal de Arte Contemporáneo, pero le ha faltado el valor de Francis Drake para fundar un museo a la estatura de la obra del maestro. Silvana prefiere no hablar de eso. Hace pocos días, el 11 de abril, se conmemoró un año más de la muerte de su padre. Ella regresa con facilidad a ese día. “Tuvo un tumor en el cerebro, fulminante. El día en que murió, lo cogí, lo consentí, le dije cosas lindas. Sentí que su respiración se iba haciendo más lenta hasta que, de repente, me miró con la complicidad que habíamos tenido siempre, desde que yo era la niña que hacía tareas en su taller. La fuerza, la vitalidad y la entereza que había tenido hasta los últimos años de su vida, me las transmitió espiritualmente en esa última mirada. Murió en mis brazos”.Ya en la memoria de Silvana no hay lágrimas. Dice que al abrir el ataúd, camino al cementerio, vio al “muerto más divino del mundo. Le puse dentro una botella de Dom Perignon helada, sus pinceles, sus pinturas y varias fotos de sus hijos. Como él decía que pintaba como los ángeles, yo pensaba colocarle en su tumba una placa que dijera: “Pintabas como los ángeles, ahora pintas con ellos”. Pero mejor mandé a esculpir la palabra ‘Siempre’, que era muy suya”.Aquello ocurrió en 1992. Hoy, dos décadas después, la puerta azul de la casa de la Calle de la Factoría quiere abrirse de nuevo. Ojalá: Obregón y sus recuerdos aguardan, tras ella, a la espera de todos.*Este relato fue escrito como parte del Taller de Periodismo y Literatura dictado por el maestro Daniel Samper Pizano, en Cartagena de Indias. Esta actividad fue organizada por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Ministerio de Cultura de Colombia, en el mes de abril.

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