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“A Pablo Neruda lo mató la dictadura", cuenta su chófer en polémico libro

Justo cuando se conmemoran 40 años de la muerte de Pablo Neruda, el mundo conoce, a través de un polémico libro, el testimonio de su chófer, quien asegura que el poeta fue asesinado por la dictadura de Pinochet. Testimonio de un hombre que pelea con la historia.

12 de febrero de 2013 Por: Por Lucy Lorena Libreros ?Especial de GACETA

Justo cuando se conmemoran 40 años de la muerte de Pablo Neruda, el mundo conoce, a través de un polémico libro, el testimonio de su chófer, quien asegura que el poeta fue asesinado por la dictadura de Pinochet. Testimonio de un hombre que pelea con la historia.

Manuel Araya Osorio invita, desde su casa, a un ejercicio fácil: “Tome usted cualquier biografía de Pablito ‘Nerúa’ en la interné y le dirán que se murió de cáncer, de cáncer de próstata. Busque y verá. Esa es una mentira que he venido escuchando y leyendo por todas partes desde hace 40 años. Nadie me creía que eso era falso, pero parece que ahora sí. Y Pablito está contento: ya no me persigue en los sueños, ahora me sonríe”... El hombre habla desde Santiago de Chile. Cuenta que a sus 75 años vive de una pensión pequeña (poco más de un salario mínimo colombiano) y que aún no se acostumbra, como ocurre desde hace seis meses, a que su nombre y su foto visiten con frecuencia los periódicos y revistas de su país y a que periodistas de todo el mundo llamen a su casa, una y otra vez, para que cuente su historia. ¿Cuál? Manuel hace una pausa y cambia el tono de su voz. Ahora es alguien que habla como quien va a contarte muy cerca del oído algo importante: es que Manuel Araya fue chofer de Pablo Neruda y en los últimos 40 años ha dedicado su vida a defender su sospecha “fundada” de que el poeta y premio Nobel chileno no murió de cáncer de próstata como enseñan los maestros de literatura. “A Pablito lo mató la dictadura”, dice. Esa sospecha fue recopilada el año pasado en un polémico libro sobre el que aún no se ponen de acuerdo los chilenos, doctorados ya en no cerrar las heridas de un pasado reciente marcado por la feroz dictadura de Augusto Pinochet. Ese mismo hombre que después de derrocar al socialista Salvador Allende en septiembre de 1973 se quedó con el poder hasta 1990.La publicación, que fue lanzada en la reciente Feria del Libro de Santiago, en noviembre de 2012, se llama ‘El doble asesinato de Pablo Neruda’ y fue escrita al alimón por el sociólogo chileno Francisco Marín y el periodista mexicano Mario Casasús.Son cerca de 300 páginas que recogen ampliamente el testimonio de Araya. Esa verdad incómoda de la que se convirtió en albacea. Los recuerdos de Araya inician justamente en ese septiembre negro de 1973. Piensa en esa fecha y de nuevo aparece el tono solemne de su voz. ¿Cómo olvidar acaso esos días? Aquel septiembre negroManuel Araya Osorio, al otro lado de la línea, comienza a recordar: “Era noviembre de 1972 y Pablito acababa de llegar de Francia. Había renunciado a su cargo como embajador de Chile. Desde hacía un par de años le habían diagnosticado cáncer de próstata, pero trató de ignorar que estaba enfermo. Él quiso tratar su cáncer en Chile y confiaba sentirse mejor en poco tiempo para poder participar de la campaña del Partido Comunista a las parlamentarias. Tenía el presentimiento de que los días políticos que se avecinaban en Chile serían muy complicados. Fue justo en ese momento que lo conocí: el Partido Comunista me nombró su chofer y guardaespaldas, pues ya había trabajado como mensajero de Allende y me había ido bien. Pero Pablito me trató desde un comienzo como mucho más que eso, me convirtió en su asistente personal”.Fueron días gratos. El día para ambos comenzaba cuando Araya le llevaba al autor de ‘Canto general’ un lavatorio para que el poeta enjuagara sus manos antes de tomar el desayuno. Solían permanecer en la casa que Neruda tenía cerca al puerto de Valparaíso, en Isla Negra, hoy convertido en un bellísimo museo, y otras veces los días transcurrían en La Chascona, como llamaba Pablo su vivienda en Santiago. Manuel era, en realidad, un cómplice de la vida cotidiana. Salía a comprar las berenjenas que Neruda se antojaba de comer tarde en la noche. Manuel era el responsable de comprar las rosas rojas con las que el poeta suavizaba las peleas tontas con su mujer. “Pablito era un hombre tranquilo. En la mañana, después de darle un beso a Matilde Urrutia, su tercera esposa, repasaba los periódicos y ya en la tarde se sentaba a escribir. Escribir y tachar con su corrector y secretario Homero Arce. En ese momento escribía su biografía ‘Confieso que he vivido’. Ese es quizá uno de los grandes recuerdos que conservo del poeta: tuvo la lucidez suficiente para escribir hasta el último de sus días”. Tras estallar el golpe de Estado liderado por el general Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, “la señora Matilde y la familia deciden que lo mejor es trasladar a Pablito desde Isla Negra a Santiago, pues había comenzado una caza sangrienta de comunistas por todo Chile. Incluso un barco de guerra de la Armada ondeaba frente a la casa del poeta. Era atemorizante. Se creyó que lo más conveniente sería internarlo en la Clínica Santa María pues de esa manera —creían todos— sería más fácil sacarlo rumbo a México ya que el gobierno de ese país había aceptado darle asilo”. Sobraban las razones para sentir temor. Dos días después del golpe, un camión con más de cuarenta militares llegó hasta Isla Negra para revisarla en busca de armas e información del paradero de miembros del Partido Comunista. De hecho, el propio traslado del poeta hasta Santiago no escapó del terror de rifle que ya se sentía en todo el país: “Durante el viaje de tres horas nos pararon en varios retenes. Yo iba en un Fiat 125, color blanco, que el poeta había comprado hace poco, y doña Matilde y Pablito viajaban delante mío en una ambulancia”. El recorrido acabó tomando cerca de seis horas. “A 'Nerúa' lo obligaron a bajar en la camilla varias veces, pues los militares estaban convencidos de que usábamos la ambulancia para transportarles armas o municiones a los del partido. La señora Matilde lloraba y pedía compasión por su esposo enfermo, a quien sacudían como a un muñeco de trapo”, recuerda el chófer, que sigue hablando, imparable, desde su casa de Chile.Una vez en la Clínica Santa María, el poeta fue dejado en la habitación 406. Mientras los día se hacían más difíciles con la dictadura, Matilde Urritia creyó conveniente poner a Neruda a salvo de los tormentos de un país en llamas y pidió sacar del lugar el televisor, el radio, los periódicos y todo aquello que pudiera llevar a manos del poeta noticias sobre la lista de intelectuales, activistas y artistas desaparecidos y torturados, muchos de ellos amigos suyos. Era como si en medio de la criminal avalancha de muertes inocentes que aturdían y hacían llorar a Chile, la mujer se esmerara por permitirle a su esposo el privilegio de un sueño tranquilo. Lo puso a salvo de la verdad: del asesinato de amigos entrañables como el músico y cantautor Víctor Jara y de ver convertido el río Mapocho en un vertedero de cadáveres.Y Neruda murió...En ese desorden andaba el mundo cuando Pablo Neruda les pidió a Manuel Araya y a su esposa regresar a la casa de Isla Negra en busca de algunos libros. Era el sábado 22 de septiembre y el poeta quedaría en la clínica al cuidado de Laura, una de sus hermanas. Los dos emprendieron el viaje de regreso y pocos minutos después de haber llegado recibieron, de labios de la dueña de la Hostería Santa Helena, contigua a Isla Negra (la casa del escritor se había quedado sin línea telefónica tras el saqueo de los militares), un recado urgente de Pablo, quien había llamado desde la clínica para informar que un médico le había aplicado una inyección que lo tenía con dolor y calor en todo el cuerpo. “Creo que nunca voy a terminar de arrepentirme de haber dejado a Pablito solo. Fue un error haberlo dejado con su hermana, que estaba casi ciega”, recuerda Manuel. Hay un silencio incómodo al otro lado del teléfono. El hombre parece tomar aliento para contar lo que sigue. Pide excusas. Y confiesa que aún, 40 años después de ese episodio, su corazón se hace frágil al recordar lo que sucedió tras regresar de nuevo a la clínica.“Pablito seguía vivo y lúcido. Pero estaba colorado en el estómago, en el lugar de la inyección y ardía en fiebre. Misteriosamente, al poco tiempo de haber llegado, un médico me pidió que fuera a comprarle al poeta un medicamento a la calle Vivaceta. Fue la última vez que lo ví. No había avanzado más de dos cuadras cuando unos militares me interceptaron en el carro, me llamaron por mi nombre, me hicieron bajar y me pegaron un tiro en la pierna izquierda. Durante 45 días me dejaron en el estadio y me sometieron a torturas, decían que me castigaban por haber sido el asistente de un comunista. Aún no me explico cómo quedé vivo”.Fue solo al ‘quedar libre’ de esos días de terror que el chofer se enteró de la verdad: Pablo Neruda había muerto el domingo 23 de septiembre, sobre las 8:30 p.m. La causa, al menos la oficial y la que se ha venido repitiendo por cuatro décadas: un agravado cáncer de próstata. Son los mismos 40 años que completa Manuel Araya peleando con la historia. Porque la historia —sentencia el hombre— “también dice mentiras”. Ha sido una lucha en la que confiesa haberse sentido solo. “Ni la viuda ni la Fundación Neruda quisieron respaldarme cuando quise denunciar que Pablito había sido otra víctima más de la dictadura. Nada de raro tendría que el poeta hubiera sido asesinado en esa clínica, porque allí mismo, en 1984, fue asesinado el ex presidente Eduardo Frei Montalva con tres dosis de inyecciones de talio y componentes de gas mostaza”.Su testimonio pareció por años un grito sordo en el desierto hasta que Francisco Marín y Mario Casasús convirtieron esos recuerdos poderosos en letra imprenta: un libro que no solo ha reactivado el caso Neruda en la justicia chilena (liderado por el juez Mario Carroza), sino que está presionando fuertemente para que el cadáver del Nobel sea exhumado para conocer las reales causas de su muerte.No será fácil en todo caso. GACETA contactó a Bernardo Reyes, sobrino del poeta, quien asegura que la versión de Araya es “una imbecilidad” y que no tiene por qué dudar de lo que quedó consignado en el acta de defunción que entregó la clínica aquel septiembre de 1973. Según el documento, Neruda murió producto de una caquexia derivada de su cáncer en la próstata y que la inyección que le fue administrada fue solo Dipirona.Ese término, caquexia, lo define la RAE como un “estado de desnutrición extremo”. Una descripción con la que Araya nunca ha estado de acuerdo: “todos los que lo vimos en sus últimos días, vimos a un 'Nerúa' robusto y así mismo aparece en las fotos tomadas durante su velorio. La ciencia dice que quien padece de caquexia pesa menos de 50 kilos y permanece en total debilidad. Y eso no es verdad porque hasta el último día en que lo vi escribía sus memorias. Los médicos mienten”.De eso acabaron convencidos los autores del libro. “Cuando nos llaman a pedirnos entrevistas, preferimos que quien hable sea Manuel. Él es el dueño de esos recuerdos. Mario y yo solo quisimos hacer justicia con un hombre que se ha pasado media vida tratando de que todo un país sepa la verdad”, dice Francisco Marín. Manuel Araya cae en la cuenta de que en su relato habló de sueños. De esos sueños suyos en los que a veces se entromete el poeta. “Sabe, Pablito después de muchos años está contento, por eso ya no me persigue en esos sueños, ahora me sonríe, me sonríe como el niño grande que siempre fue. Hace poco en uno de esos sueños me dijo: “Manuel, parece que por fin llegamos a feliz puerto”...

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