Por: Álvaro Benedetti, analista político, especial para El País
En política, como en el boxeo, el segundo que separa la defensa del contragolpe puede decidir toda la pelea. Colombia vive hoy uno de esos asaltos decisivos: la condena a 12 años de prisión domiciliaria contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Más que un hecho judicial, el episodio irrumpe como un ‘uppercut’ simbólico en el centro del ring político, donde izquierda y derecha se enfrentan a pleno intercambio, midiendo fuerzas en un combate que trasciende lo inmediato. Aquí no se pelea por puntos, sino por adueñarse del relato.
La metáfora pugilística retrata con precisión la confrontación política. En la línea de partida electoral, la izquierda interpreta el fallo como un golpe reivindicativo, eco de viejas cuentas históricas. Para sus bases, confirma que la justicia puede actuar incluso contra quien fue —y para muchos sigue siendo— el líder más influyente del país. En la otra esquina, el uribismo lo asume como una acometida disfrazada de legalidad, un asalto donde, a su juicio, las reglas fueron alteradas para inclinar el combate antes de que suene la campana final.
En pleno fragor, ambos bandos se proclaman dueños de la verdad. La izquierda invoca la legitimidad jurídica: un tribunal falló tras un largo proceso. La derecha apela a la razón moral. Uribe es, a su juicio, víctima de una persecución para desmontar su proyecto político. Dos narrativas irreconciliables sostienen la polarización crónica del país, un ring donde cada golpe refuerza convicciones y profundiza la división.
El presente no concede respiro. La condena irrumpe como golpe mediático y simbólico que agita el cuadrilátero. Pero la historia, siempre dispuesta a reescribir relatos, podría dar un giro. El peso de Uribe en la configuración del Estado y la seguridad podría, con el tiempo, suavizar la lectura del fallo. La justicia, aunque actúa, no es definitiva; en un país de arraigada tradición jurídica, el vaivén procesal recuerda que un veredicto puede ser solo otro asalto, no el campanazo final.
En el tablero electoral de 2026, este “golpe sobre la mesa” reacomoda las piezas. La izquierda lo celebra como triunfo que refuerza su narrativa anticorrupción y contra la impunidad. Pero la política tiene sus paradojas, el exceso de confianza abre la guardia. Lejos de debilitarlo —y aunque aún carece de un candidato viable— el episodio podría revitalizar al uribismo, cohesionando a su base y atrayendo a desencantados con la gestión actual. En un clima polarizado, el victimismo político es combustible para la movilización y la disputa del poder. No es deseo, es un pronóstico plausible.
Para la derecha, el reto es doble, impedir que el caso Uribe consuma todo el oxígeno electoral y eclipse propuestas para el futuro inmediato, y transformar la narrativa de “persecución” en un motor que despierte solidaridad más allá de su núcleo duro. Si logra instalar a Uribe como símbolo de un liderazgo injustamente castigado, podría convertir la indignación en votos. En un país partido en dos, donde medio electorado aún lo asocia con orden y autoridad, no sería improbable que cierren filas en torno a su figura o, al menos, a la defensa de su legado.
Para la izquierda, el escenario es ambivalente. La condena puede proyectarse como un logro institucional, pero también alimentar la percepción de un uso político de la justicia. En un país de confianza frágil, el riesgo no es menor. Si sectores de centro o moderados cercanos a Petro interpretan el fallo como excesivo o motivado políticamente, podrían distanciarse del bloque oficialista, debilitando su capacidad para articular mayorías de cara a 2026. Al final, y como dicta la política, las percepciones marcan el rumbo… hacia donde están los votos.
Los escenarios se despliegan como un abanico abierto. Para la izquierda, el más favorable es que el fallo refuerce su imagen de defensora de la justicia y erosione a la derecha rumbo a 2026. Para la derecha, que la condena actúe como catalizador de unidad y movilización, seduciendo incluso a votantes indecisos. En un punto intermedio, el caso sería un ruido persistente que frene a ambos bloques y abra espacio a terceros. La incógnita: quién llegará con mejor guardia al centro del ring.