Cuando escribo esta columna, tarde del domingo, aún no hay humo blanco de la nueva reunión entre el Comité de Paro y la comisión del Gobierno Nacional. Igual, no descarto que en la noche haya surgido algún preacuerdo para, ahora sí, iniciar las negociaciones.

Igual, como sea, no voy a decir que unos y otros tienen la culpa de la muy difícil situación que estamos viviendo, en especial aquí, en el Valle del Cauca. Lo que sí no cabe duda es que tienen su cuota de responsabilidad. Soy de los que creen que al país le sirve mucho una señal de que el mejor camino es el diálogo, antes que la muerte y la destrucción. Nos ahorraríamos así muchas vidas, aunque nunca dejaremos de lamentar tantas, casi todas jóvenes, que ya hemos perdido en estos días.

La mesa no solo no ha avanzado como debería haberlo hecho, sino que cada vez representa menos lo que sucede en las calles y a quienes están en ellas.

Por varias razones. Una, no hay autonomía. O no parecen tenerla las comisiones. La del Gobierno, porque está hecha de funcionarios de nivel medio que se parecen mucho a sus jefes de medio nivel que, ya lo sabemos, no se mandan solos. De hecho, ya les dieron la orden que circula por ahí en un comunicado: no negocien.

Y por los lados de quienes dicen tener la vocería del paro, me da pena con ellos pero semejan una colcha de retazos. Disculparán el chiste (no estamos para reírnos), veo más cohesión en el seudo Partido Liberal de César Gaviria y en la Selección Colombia de fútbol.

Además, el proceso mismo de la negociación ha resultado lleno de esas cosas tan nuestras que son inexplicables. Como esa de no tener apuro. Quizás estos mediócratas (a los que su propia mediocridad fue el mérito para acceder al poder) anden en eso tan suyo de trazar matrices, cazar algoritmos, dar con la línea base y cosas similares. Ah, y en empoderarse. En fin, divagando.

Todo, mientras allá afuera el país se deshace.

Y me parece ver en esa población bastante adulta de la otra esquina (a propósito: ¿dónde carajos están los jóvenes en el Comité de Paro?) la búsqueda del argumento más indicado para obligar, compañero, a ampliar la discusión.

Todo, mientras allá afuera su país, ese mismo país de los otros, se deshace.

Por supuesto que Colombia debe cambiar (y mucho, en eso coincidimos la inmensa mayoría de los ciudadanos), pero eso no será resultado de un paro de días o semanas sino de un trabajo serio, conjunto y sostenido que, ojalá, comience ahora mismo, con objetivos muy claros, para jugarse su futuro en las urnas.

Ahora, de la coyuntura actual, deberían salir avances concretos en eso que en otro tipo de sociedad sería lo elemental: educación, derechos de la mujer, renta básica, defensa de la producción nacional, entre otros temas. Incluso, no deberían pararse de la mesa hasta alcanzar compromisos mínimos que arranquen en un pacto por la vida.

En resumen, no proyectan esperanza, pero eso es lo que hay. Por algo será que los 17 embajadores en Colombia de países de la Unión Europea invitaron (diría mejor que conminaron) en las últimas horas a las partes a “aprovechar la reunión (de ayer, y, agrego yo, de las que vienen) para alcanzar los consensos necesarios” en un país que “exige reconciliación y fin de la violencia” con el fin de alcanzar, ojo a lo que dicen ellos, “una salida sostenible a la crisis”.

Negociadores, salgan con algo. Y mejor si se apuran. Antes de que les lleguemos con la noticia de un acuerdo hecho en las regiones y como debe ser: de manera civilizada. Porque esa vía también es válida.

Sobrero: Gigantes Egan Bernal, de Zipaquirá, y Daniel Felipe Martínez, de Soacha. Otros buenos colombianos, de los tantos buenos que hay y no presumen de serlo.
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