“Mi padre no es un santo. Fue un verdadero ser humano”. Le rapo a Catherine Camus esa bella sentencia sobre su padre, el gran Albert, para ponerla como epitafio al mío.

Aunque él, este padre mío que se acaba de marchar, no pidió epitafio alguno en su lápida invisible. Solo sus cenizas al viento.

Siempre fue así: exigió todo aquello que simplemente le parecía debía ser. Con ese carácter, decía mi abuela, que le venía de cuna y de esos ojos verdes claros que hablaban solos.

Yo, en cambio, siempre me detuve en sus manos. Hace unos días, alguien vio en detalle una foto en la que vamos juntos camino a la Plaza La Santamaría. A ese lugar donde me llevó una vez y en el que me quedé para siempre, el de los toros bravos.

El punto aquel era la enorme diferencia entre sus inmensas manos y las muy minúsculas mías. Pasaron los años y así nos quedamos. Él con las gigantes, yo con las chicas. Él con las del orfebre, yo con las del torpe para cualquier cosa que vaya más allá de poner los cubiertos en la mesa.

De esos dedos gruesos y palmas anchas nacieron obras inéditas en madera. Ahí seguirán, colgadas para siempre. Ya sea en una iglesia de las de antes o en una casona que resistirá el paso de los malos tiempos y de la carpintería en serie de hoy.

Y en la comunión del hombre y sus palos, como les llamaba, aprendí a ser testigo de una ceremonia privada, larga y silenciosa. Consistía en pasar la yema de sus dedos sobre la superficie pulida, a la cacería de alguna mínima protuberancia, remate de empalmes perfectos que parecían una sola pieza. Eso que solo hacían los orfebres, y él.

Se le iban horas en eso. Era la satisfacción propia por encima de todas las demás. Para mí, el colmo del detalle y de la minucia. Para él, la perfección. E, imagino, la felicidad.

Uno más de sus secretos. Como aquel de armar un rompecabezas en papel rústico y trazos a lápiz, punto de partida de lo que luego pasaría a ser un pasamanos curvo de escalera hecho en guayacán. Un imposible al que luego el señor cura llamaba otro milagro más del Señor.

El día de la entrega y del pago, mi padre echaba los billetes y monedas en el bolsillo derecho del pantalón, daba dos pasos atrás, inclinaba muy levemente la cabeza y se marchaba. No sin antes dar un par de disculpas por la demora, con lo cual, además y para ser coherente, confirmaba la fama de incumplidos de los ebanistas.

Mis mejores horas en vacaciones escolares no eran esas. Transcurrían más bien en el taller. Consistían en lecciones de banco a banco de trabajo sobre, entre muchos asuntos, aquel Jorge Eliécer Gaitán que no moriría jamás, la faena de Pepe Cáceres el domingo pasado, el clásico que acabábamos de ganar en El Campín, el más reciente crimen del asesino en serie de la ciudad o la película mexicana con Jorge Negrete y María Félix. O a veces, sotto voce y allá entre ellos, los indudables atractivos de la nueva vecina.

Solo un tango de Gardel o un bolero de Los Panchos eran capaces de ponerlos de acuerdo. Entonces el lugar se hacía coro y sentimiento.
Luego, a las doce del mediodía, sonaba la sirena de los talleres del ferrocarril y el barrio entero, el Samper Mendoza, se iba a buscar el almuerzo de ollas que hervían a punta de carbón y amor materno.

Entonces, mientras se sacudía el aserrín, me preguntaba por las noticias. Para eso, decía, había puesto desde temprano el periódico encima de mi escritorio. En realidad, un mueble viejo desde donde yo despachaba la sección de preguntas que les ponían tema, a la vez que tomaba las llamadas con voz de grande: “441141, ¿a la orden?”.

“¿De eso va a vivir?”, me dijo el día cualquiera en que le llevé mi primer artículo con firma. Sí, de eso papá, como de todo lo que usted nos enseñó con lo que supo ser: nada más que un verdadero ser humano. Gracias viejo, siempre gracias.

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