Por monseñor Edgar de Jesús García Gil, obispo emérito de Palmira
A través de los libros históricos, proféticos y sapienciales del antiguo testamento, Dios se va revelando como un Dios justo que castiga a los desobedientes y bendice a los que caminan por sus mandamientos. Pero, poco a poco, comienza a notarse en Dios una grandeza que supera cualquier reacción simplemente humana y se le ve misericordioso con el pueblo pecador. Esta misericordia no es alcahuetería, sino una decisión de Dios por agotar todos los medios para salvar a su pueblo a pesar de su dura cerviz o de su desobediencia permanente. Es un amor eterno y supremamente paciente con cada uno de nosotros.
“Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”, Ex 32, 14. Después del pecado original encontramos algunas señales de misericordia: a nuestros primeros padres, Adán y Eva, después de su pecado, los expulsa del paraíso, pero les promete que en un futuro el hijo de la mujer derrotará la serpiente Satanás que alcanzará a morder su talón. Gn 3, 15.
A Caín, que mató a su hermano Abel, lo castigó como vagabundo y errante sobre la tierra, pero le puso una marca para que nadie lo fuera a ejecutar en el rigor de la venganza de sangre. Gn 4,15. La corrupción del mundo fue castigada con un diluvio universal, pero la obediente familia de Noé fue salvada a través del arca. Y Dios estableció una nueva alianza con su pueblo a través de la señal del arco iris.
Y llegamos al nuevo testamento, donde Jesús revela de una manera absoluta el amor misericordioso de su Padre Dios. “¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Siete veces? No. Te digo setenta veces siete. Siempre”, Mt 18, 22.
La parábola del hijo pródigo es clásica en esta enseñanza. Lc 15: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.” Nuestro Dios no lleva cuentas de nuestros delitos, no es vengativo, no desata su ira contra nosotros, como lo expresaban algunos autores en el antiguo testamento.
Durante la cena en casa de un fariseo, una prostituta llegó con un frasco de perfume y poniéndose detrás, a los pies de Jesús, comenzó a llorar. De manera bellamente femenina , con sus lágrimas le humedecía los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. “Quedan perdonados sus numerosos pecados, porque ha mostrado mucho amor”, Lc 7, 37-39.
Jesús no señala, no critica, no hace chisme, no se queda con el primer comentario, no difama, no toma posiciones de desquite. Así es la misericordia de Dios.