Antes, cuando no eran asesinados (objeto del magnicidio criollo, se entiende), los políticos colombianos solían morir en sus casas y, de inmediato, puestos en una capilla ardiente en la sede del Congreso, el Capitolio o la Catedral Primada para que sus amigos y copartidarios acabaran de repartirse las migajas de su poder mientras hacían la fila para la venia y el saludo final, al prohombre y a la viuda. Ese fue el caso de muchos.

Pero hay uno, no especialmente recordado por la historia patria, que me atrae por su soledad y su misterio: el liberal Gabriel Turbay, que murió en el Hotel Plaza Athénée, en la Avenida Montaigne de París, en 1947.
Tenía apenas 46 años. Un año antes, en 1946, había perdido las elecciones presidenciales y esto lo había sumido en una especie de spleen baudeleriano o tristeza poética.

Turbay era el candidato oficial del liberalismo, pero los liberales estaban divididos por causa de la candidatura de Jorge Eliécer Gaitán, al cual los oficialistas no quisieron dar lo que hoy llamaríamos ‘el aval’. Y por esa división perdió el liberalismo, claro. El presidente elegido en las urnas fue el conservador Mariano Ospina Pérez, cuyo futuro le tenía preparado nada menos que el Bogotazo, dos años después.

Para Gabriel Turbay esa derrota fue una tremenda estocada en el alma. Ya durante la campaña presidencial debió vérselas con los insultos de los liberales gaitanistas, que lo acusaban de no ser colombiano, pues, como tantos colombianos, era de familia libanesa. El propio Jorge Eliécer Gaitán, para menoscabarlo, habló y arengó sobre los “vientres colombianos”, con una argumentación que hoy sería inaceptable. Los seguidores gaitanistas reventaban las manifestaciones y discursos de Gabriel Turbay irrumpiendo con turbantes y cimitarras. Fueron episodios de racismo y nacionalismo bochornosos.

Los conservadores, por supuesto, también lo atacaron por ese motivo y por muchos otros flancos y entonces ese hombre de nariz afilada, delgado, elegante y melancólico, que pasó parte de su vida viviendo en el Hotel Granada de Bogotá, decidió tomar un océano de distancia. Adiós, patria mía. “Adiós madrastra inmunda y pueblo que la soportas”, como escribió Goytisolo de España. Y tal vez, al elegir París, ya su alma estaba determinada a marcharse. “Siempre nos quedará París”, parece haberse dicho al decidir que allí acabaría su vida.

Dice de Gabriel Turbay el historiador Antonio Oviedo: “En 1946, camino hacia París, me envió a Buenos Aires una carta, manuscrita, desde Madrid. Me dice que allí se sintió identificado con La familia de Pascual Duarte, la primera novela de Camilo José Cela, y con el Cristo del pintor Velázquez en el Museo del Prado, ante el que se detuvo largo tiempo”.
Era un hombre culto, sensible, y la política es demasiado brusca para seres así. Murió en el Plaza Athenée, un hotel elegante y simbólico en el que veinte años después se alojarían Richard Burton y Elizabeth Taylor durante seis meses y en el que tuvo su cuartel general la espía Mata Hari.

La historiografía local dice que sufrió un paro cardíaco (angina de pecho), algo extraño en un hombre joven y delgado. Pero el suicidio es opción más viable dado su cuadro depresivo, pues se ajusta al carácter frágil de alguien solitario, observador de arte y lector, que encontró en el hotel un hogar clandestino.
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