Tal vez lo más notable sea haber empezado a leer la autobiografía de Woody Allen. A propósito de nada. Brillante, humorístico. No sabía nada de sus inicios y me sorprende. ¡Escribía chistes! De ese modo se ganaba la vida a los 20 años. Escribir chistes en una vieja máquina Remington. Al principio para que otros los dijeran, hasta que él se fue imponiendo con su propio estilo.

Por lo que dice, hacía una especie de stand up comedy y guiones para programas de humor. Ese que tiene como centro su propia vida, su condición de judío o su insignificancia física, su fealdad y el fracaso con las mujeres, sus obsesiones y tics, sus fobias y su falta de cultura (dice él). Pero el humor es en sí mismo cultura y hacerlo requiere de talento, conocimiento de la vida y del mundo. Grande, Woody Allen.

Hay un tema que se ve en sus inicios y que reconocí. Una experiencia compartida. El joven artista espera siempre ser descubierto por alguien importante del mundo en el que quiere existir. Woody Allen fue descubierto varias veces, a medida que subía de rango. Escalón por escalón. Cada etapa tuvo su descubridor y fue marcada por él. Yo viví algo parecido o más bien soñé con lo mismo. Que un escritor que yo admiraba me descubriera al azar, o un editor importante. Algunas veces pasó y sonó el teléfono, otras no. Lo importante al final es ser descubierto por los lectores, pero cuando uno es joven cree que es necesario y útil acudir a otras cosas: autores famosos, premios, invitaciones a ferias, congresos… Todo eso que es exterior y visible y que puede significar importancia. Hoy poco espero. Una probable madurez en el mundo del arte es comprender que uno ya no va a ser descubierto. Que cada uno es lo que es y hay espacio para todos.

Leo simultáneamente otro libro de memorias: Las ninfas, de Francisco Umbral. Con Umbral me está pasando lo mismo que con Camilo José Cela: cuando viví en Madrid, en los 80, no sólo no me interesaba nada, sino que lo veía como una figura grotesca, patética, vulgar y barata de la literatura. En esos días mi admiración por la literatura latinoamericana era tal que su equivalente español me parecía triste, con excepción de los nuevos de ese momento: Muñoz Molina, Marías, Molina Foix, Vila Matas… Pero 35 años después leo y descubro mi error. Cela y Umbral son dos grandes, enormes escritores. Las ninfas es una obra maestra.

Recuerdo que en esos años el periódico El Mundo era muy importante y cada día, en la contraportada, había una columna de opinión de Francisco Umbral. Ignoro cómo lograba semejante prodigio de escribir una página diaria, pero tenía muchos lectores, era influyente y lo comentaban en todas partes. A mí me parecía algo casi despreciable (aparte de que su figura se me hacía ridícula, con esa pinta de avinagrado actor de teatro clásico y su absurdo bastón), pues lo veía desde la arrogante juventud que no comprende y sólo juzga de forma implacable, que se sube al púlpito de lo que admira como si fuera suyo para increpar desde ahí a todos los demás.

Leo también Mrs. Caldwell habla con su hijo, de Cela, que es otra obra maestra, y una bellísima novela de un autor desconocido para mí, Amor Towles, Un caballero en Moscú, que es una ‘novela de hotel’ realmente asombrosa. Y como si lo anterior fuera poco, empecé la serie de Ripley, de Patricia Highsmith. Cosas de la pandemia.

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