La última novela de Mario Mendoza, Akelarre, es una celebración para sus lectores fieles. En ella no sólo reaparece uno de sus antiguos personajes, el detective bipolar, marihuanero y alcohólico Frank Molina, sino que en las ideas literarias que desarrolla se encuentran muchas de las claves de su obra.

Los lectores de esta columna saben de mi vieja amistad con Mario Mendoza, así que aceptarán que mencione algunas anécdotas personales. Porque, en efecto, esta novela no es solo una síntesis de su trabajo literario. Ahí están sus lecturas y, por supuesto, sus vivencias.

El Mario de veinte años, estudiante de la Javeriana, andaba con los libros de Poe y los poemas de Baudelaire entre la mochila. La metáfora baudeleriana de los ‘paraísos artificiales’ era una de sus obsesiones, con la idea de acceder a un segundo plano de la realidad. Recuerdo haber ido con él un par de veces, de noche, al cementerio de Usaquén, a leer en voz alta entre las tumbas y brindar por algunos de nuestros autores fetiche. Estaban ahí, en el aire y la oscuridad. Casi podíamos verlos.

De esos lejanos años data su obsesión por la figura de la bruja, que encontró desarrollada de forma histórica en el libro de Jules Michelet (La bruja), y de forma literaria en Aura, de Carlos Fuentes, a la cual dedicó su tesis de grado en la universidad. Los mundos alternativos, las realidades paralelas, la metempsicosis y las vidas pasadas, todo eso que el detective Frank Molina y la mayoría de sus personajes buscan como una necesidad, son temas que habitan en él desde muy joven, tal vez por el deseo de imaginar otras vidas posibles, más allá de la propia.
Por eso Akelarre, a la par de ser una excelente novela cuya intriga nos mantiene en vilo, es también un ensayo sobre nuestra relación con el pasado y las viejas cuentas de cobro de la vida; también una luz sobre el modo en que, tradicionalmente, la cultura masculina ha combatido el conocimiento de la mujer y su relación con la partenogénesis de la Naturaleza a través de las hierbas medicinales, calificándolas de “hechiceras” y llevándolas a la hoguera; y es un ensayo sobre el empeño por crear un hombre a través de la medicina, esa vieja obsesión humana, suplantadora de Dios, que materializó en uno de los mejores personajes de la literatura, Frankenstein, y que de algún modo está presente en Akelarre.

La idea del pintor vidente, que aquí es Leticia, ya aparece en Satanás, su novela emblemática, lo mismo que los sacerdotes que luchan contra seres poseídos por el demonio, y sobre todo la presencia acechante del mal, eso que Kant llamó “el Mal radical”, como si una confabulación metafísica se cerniera sobre los personajes, pero también sobre esa Ciudad Gótica que Mario persigue e interroga desde muy joven -antes incluso de ser novelista- y que es el escenario central de sus libros.
Y claro, el aquelarre, esa fiesta pagana en la que todos se despojaban de sus máscaras, fascina a Mario desde hace décadas. En los años 80 fuimos juntos al Museo del Prado a ver a Goya, el pintor del aquelarre, y recuerdo que se pasaba horas sentado en esa sala, en silencio, en conexión con ese mundo que era el suyo y que se convertiría, con los años, en parte de su obra. Mario anunció que esta novela cierra un ciclo, y lo cierto es que en Akelarre está todo: su estética y su palabra contra la maldad del mundo.

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