Las vidas que el jueves 21 de agosto en la tarde dejaron de existir en Cali, víctimas de un terrorismo brutal, nos deben doler como ciudad, como Nación. Porque en medio de todo lo ocurrido, de los alias y capturas, de la guerra contra los cultivos ilícitos; de los consejos de seguridad; de los mensajes carroñeros para los que solo importa en qué orilla política estás, hay un puñado de familias que lloran a los suyos; otras que rezan por los que están en los hospitales, y unas más que tiemblan aterrorizadas, sin poder despertar del miedo que les produjo el estruendo.
Pero aquellos que no volverán, aquellos que coincidieron en las 2:59 p.m., la fatídica hora en que se produjo el estallido en la Carrera Octava, en inmediaciones de la Base Aérea, Marco Fidel Suárez, son el verdadero centro de una tragedia que hoy enluta a la capital del Valle del Cauca y al país, que ese mismo día vio cómo 13 policías murieron, víctimas de un atentado a un helicóptero, en Amalfi, Antioquia.
No puede haber nada más importante en el relieve informativo de este acto demencial. No son una cifra más. He visto con detalle cada relato sobre las víctimas. Juan Diego Martínez, 17 años, futbolista y barbero, que ese día iba junto a su madre, María Elena Echeverry, cuya súplica quedó registrada en videos, donde pedía auxilio por su hijo, quien falleció 15 minutos después del atentado. Christian Riascos, de 24 años. El jueves, su foto recorrió las redes sociales, para saber de su existencia, pero en la noche, con la placa de su moto, grabada en un video, se dieron cuenta de que era una de las víctimas. Deja una hija de un año y medio y una esposa que lo amaba.
Jhon Alexánder Zúñiga, de 24 años, pasaba por el lugar de los hechos, junto a su tía, que resultó herida. Su padre, Alexánder, contaba que su hijo “era un pelado estudiado”, que se le fue el hijo del que era padre y madre. Gonzalo Mesa, de 45 años. Su tío político, Álvaro Andrade, lo describe como un joven noble y trabajador.
Jhon Eder Parra, de 59 años, el taxista que conducía el vehículo que hemos visto en imágenes que sintetizan el horror del atentado. Johnny Rangel, vocero de los taxistas, cuenta que también era cerrajero, que su hijo vive en España y en la distancia se enteró de lo vivido en Cali y de que su padre era una de las víctimas. Martha Ligia Agudelo, de 54 años, la profe de transición de la institución educativa Gabriel García Márquez, sede Ramón Bejarano, del barrio Laureano Gómez. Sus compañeras cuentan que este 2025, cuando termine el año escolar, “queda la mesa con una pata rota”, aludiendo a que en la clausura ella no estará.
Se menciona, además, a una mujer embarazada entre las víctimas. Y, que de los 76 heridos, quedan 17 en delicado estado. Quienes viven cerca a la Base Aérea, repiten una y otra vez que no pueden entender cómo algo así pudo pasar en un lugar que debía ser en extremo seguro, mientras recogen los pedazos de sus casas.
Hoy, a las 6:30 p.m., se encenderán las luces en una plegaria colectiva. La ciudad busca reponerse bajo el lema #FuerzaCali, como tantas otras veces de la guerra nos ha golpeado. Hoy debemos recordar a esas vidas que se apagaron, abrazar con el alma a quienes las despiden y rendirles un tributo. Que nos duelan nuestros muertos. Solo podremos ser personas si, antes que ondear banderas politiqueras, somos capaces de honrar lo esencial: las vidas apagadas en esa tarde atroz de agosto.
@pagope