Dice José Saramago en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura que el hombre más sabio que conoció en su vida no sabía leer ni escribir. Era su abuelo materno, quien se dedicaba a las labores del campo y cuidaba media docena de cerdas de las que luego se alimentaban él y su mujer. Todo esto en Azinhaga, provincia de Ribatejo, Portugal.

Estos abuelos analfabetos, en los días de invierno cubrían con sus propias cobijas a los cerdos. El calor de los humanos salvaba a los lechones del congelamiento. Nada poético o sentimental aquí, sea dicho, solo cuidar el pan de cada día, explicaba el Nobel ante la Academia.

Pero el abuelo de Saramago además de pastor de cerdos era contador de historias, leyendas, apariciones, memorias de sus ancestros y, tras una vida de trabajo recio, al presentir la muerte se despidió de los árboles de su huerto uno a uno, llorando porque no los volvería a ver.

Por periodos de su infancia Saramago trabajó en la huerta de sus abuelos descalzo, hombro a hombro, con pajas enredadas en el pelo, sin sospechar que más adelante transformaría a estos seres comunes en personajes literarios, para no olvidarlos, para inmortalizarlos y emparentarlos con otros puramente ficcionados. Se reconocía “creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos”.

De viaje por Portugal repasaba estos apuntes, que me sugerían conexiones con la vida del gran poeta lusitano Fernando Pessoa, quien pasó su primera infancia con sus padres y su abuela materna, Dionisia. Ella sufría de una enfermedad llamada locura rotativa, que se caracteriza por brotes de violencia y crisis muy agresivas.

De esta abuela le vino a Pessoa el miedo a la locura, “lo cual es de por sí una locura”, escribiría el poeta. Y como si de cultivar la demencia con la herramienta de las palabras se tratara, terminó por desdoblar su propia psiquis para dar origen a sus famosos heterónimos, poetas nacidos del mismo tronco familiar que es Pessoa pero dotados de vida propia, como Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y, por supuesto, Ricardo Reis, a quien Saramago recrearía más tarde en esa extraordinaria novela titulada ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’.

Saramago y Pessoa le dieron a la lengua portuguesa un lugar de honor en el universo de las palabras; sintetizaron su herencia personal y nacional para revelarnos el alma lusitana, herida por la que brotan fado, saudade, jarrones rotos, emperadores idos, naufragios de pescadores, callos a la manera de Oporto, ríos de oro y vino verde.

Aunque no son los únicos, sí los más grandes profetas de un país que sabe de pérdidas y nostalgias, rodeado de vecinos afamados y narcisos, apabullados por los ecos de un pasado glorioso que a veces parece tan esquivo en el presente.

Todo esto para concluir que los países son, sobre todo, los relatos que de ellos brotan. Puertas íntimas que, al abrirse, conectan con lo más universal de la existencia humana.

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