El caudillismo es el cáncer de la democracia, porque es una tiranía disfrazada con los ropajes vistosos de la voluntad popular: los hombres providenciales que son elegidos indefinidamente por sus pueblos o que presumen de tener tal apoyo popular que hace innecesarias las elecciones. Sólo que cuando las ganan es a través de las más groseras manipulaciones y cuando no las hacen es porque hay un aparato policial que paraliza al sistema político. Nada nuevo bajo el sol. En Latinoamérica el fenómeno resurgió en los 90 bajo la figura piadosa de las reelecciones sucesivas que han hecho de Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia unos feudos podridos electorales donde el presidente en ejercicio modifica la Constitución y gana las elecciones cuando quiere. Y casi sucede en Colombia, si no hubiera sido por la Corte Constitucional. Entre nosotros, a pesar de que el expresidente Álvaro Uribe ha reconocido su error de querer perpetuarse en el poder, todavía queda gente de su círculo íntimo que cree que el caudillismo es indispensable y que hay que encontrar la manera de burlar las disposiciones de la Constitución para el retorno del caudillo, no importa el precio que se pagó para lograr la primera reelección y el que debió haberse pagado para que el Congreso aprobara la segunda; todo ello para enmendar la trágica equivocación de pensar que se podía elegir un presidente que fuera una marioneta. El tiempo ha demostrado que, gracias a Dios, escogieron al hombre menos indicado, como se sabía desde un principio. Álvaro Uribe tiene un lugar en la historia, que algún día dirá si lo eleva a los altares de la gloria o le asigna la mala suerte de haber hecho el trabajo sucio de devolverle al país el control de su territorio y su gobernabilidad, que no es poca cosa. Pero providenciales o no, eficaces o no, ceñidos o no a la legalidad, los momentos políticos son tan fugaces como las luces de bengala. E irrepetibles. Así que el recurso de quienes quieren el eterno retorno es delirante: escoger un candidato presidencial incondicional, con la vicepresidencia de Álvaro Uribe, para que él ejerza una tutela continua sobre el presidente y naturalmente, lo reemplace si no satisface sus criterios. El recurso es pueril desde el punto de vista legal porque la Constitución prohíbe que quien haya sido reelegido presidente pueda ser elegido nuevamente, y aunque no prohíbe que sea elegido vicepresidente, no podría ejercer la presidencia. Y pueril desde el punto de vista político, porque qué candidato con posibilidades de ser elegido presidente se sometería a esa auditoría, qué persona podría ganar las elecciones en esas condiciones y sobre todo, quién sería capaz de gobernar con esa espada sobre su cabeza sin rebelase a la primera oportunidad. Casos se han visto. Todo eso surge de los intentos absurdos de los amigos del expresidente Uribe de oponerse a la reelección de Santos, alimentados por la insatisfacción y el enojo del primero por creer dilapidada su obra de gobierno, Y de otro absurdo mayor, que el uribismo se convierta en un movimiento de oposición al Gobierno, lo cual sólo sería una pelea interna para beneficio de otros movimientos políticos emergentes. Ninguna de las dos cosas tiene pies ni cabeza. De hecho, el Presidente ha demostrado tener el control del Partido de la U, que es el centro de la coalición de Gobierno, que tiene las mayorías del Congreso. ¿Qué partida de defunción del caudillismo, de su afortunada ruptura, puede ser más evidente que ésta?