No es fácil ser optimista hoy. En Colombia, la política se desgasta cada día y la campaña electoral se vuelve eterna y la conversación pública se ha endurecido. La violencia no desaparece y conflictos internos persisten. La sensación de cansancio colectivo es evidente y la confianza se erosiona. El debate público parece atrapado en la confrontación permanente.
El malestar no es solo local. El mundo entero vive esta sensación de fragilidad. Gaza y Ucrania siguen en guerra, aunque ya no ocupen todos los titulares. En Nigeria y Siria, la violencia es constante y estructural. En Europa, más silenciosamente, resurgen tensiones sociales y discursos excluyentes que parecían superados. América Latina vive sus propias fracturas, entre países y dentro de ellos. La famosa polarización se repite en distintos contextos, con distintos nombres, pero con efectos similares.
A este panorama se suma un clima global de hostilidad. Vivir y aguantar el odio se ha vuelto parte de la rutina. En los Estados Unidos, marcados por la herencia de Trump, el insulto se normalizó. Incluso los mensajes navideños mezclan buenos deseos con agravios. El lenguaje público se endureció. La agresión dejó de sorprender. El cansancio emocional se acumula.
Todo esto es real y no conviene minimizarlo. Pero tampoco es toda la historia. Incluso en este contexto, siempre hay razones para el optimismo, aunque toca que buscarlas con intención. Aparecen en la familia que logra reunirse, aunque no todo esté bien. En el trabajo que se sostiene con esfuerzo y sentido de propósito. En el mentor que acompaña a una estudiante que atraviesa dificultades. En la comunidad que se organiza para cuidar a sus vecinos. En gestos pequeños: regalar una torta, preparar un manjar blanco para alguien que está lejos o pasando un momento difícil. Son actos sencillos, pero sostienen más de lo que parece.
Si miramos con atención, incluso en la política hay señales de luz en medio de la crisis. No siempre son evidentes ni suficientes, pero existen. En distintas regiones del mundo se intentan recomponer instituciones, recuperar reglas básicas y fortalecer lo común. Son procesos frágiles, llenos de límites, pero necesarios. En América Latina empiezan a verse señales de un viraje hacia la defensa de la libertad que no recae solo en los gobiernos. El sector privado y la sociedad civil empieza a asumir un papel más activo en la construcción del Estado. En Bolivia, en Honduras y en otros países de la región, se buscan nuevos equilibrios, se reabren espacios de diálogo y se reconoce que la democracia también requiere compromiso económico, social y ético.
Por eso, más que un optimismo espontáneo, necesitamos un optimismo obligado. No como consuelo ni como negación de la realidad, sino como una decisión consciente. En momentos de incertidumbre prolongada, el optimismo no es una emoción automática, sino una práctica diaria. Implica elegir cómo responder a lo que nos toca vivir.
La autora Mel Robbins lo plantea de forma simple y útil de buscar lo positivo: en tiempos complejos, y al final de este año turbulento vale la pena detenerse y hacerse tres preguntas. ¿Qué debemos dejar atrás? ¿Qué debemos mantener? ¿Y qué es momento de empezar a hacer? Empezar a actuar individualmente, incluso en pequeño, incluso cuando el contexto no acompaña.