Cuando se habla de necrofilias, el civilizado Occidente mira hacia México, como si sólo ahí los indios remisos de los que hablaba Carlos Monsiváis rindieran culto a la parca con sus fémures de azúcar y sus calaveritas de miel cada 1 de noviembre.Pero el mundo no repara en esa figurilla cérea, de manos entrelazadas al frente, ante la que desfilaron millones de fieles en otro tiempo, cuando la Plaza Roja era el feudo de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin. Culto a la muerte.Estas ofrendas están por todo el orbe; así en el Panteón de Roma, frente a la tumba del Rey Umberto, donde monárquicos de viejo cuño continúan dejando ofrendas florales, como en las tumbas de los faraones, o en los seis ataúdes de Napoleón.El escritor Tomás Eloy Martínez pudo narrarnos, entre lo mítico y lo real, los viajes itinerantes del cadáver de Evita Perón, y es bien conocido el tránsito del Gardel difunto entre Medellín y Buenaventura en busca de un vapor con ruta al sur.La taxidermia, en la cual los egipcios eran maestros, permite que siglos después podamos ver la dentadura de Nefertiti o la mandíbula cuadrada de Amenofis IV.Recientemente supimos de un hombre que no resistió la soledad y la viudez, y embalsamó a su esposa, sentada en una mecedora, con un magacín de moda abierto en las manos. Le pareció lícito y dijo que era una manera de estar acompañado. Y aquí nos sentimos ‘indios’ por saber que nuestros primitivos se iban a la tumba con ollas y joyas, mujeres, hijos, arpones, cocidos de mandioca, puñales de hueso y cerbatanas. Estaban en su derecho. De Egipto les llegó esta costumbre. Hay que llevar provisiones para cruzar el Río de los Muertos.Cuando se visitan templos y museos en Europa se tiene una sensación de turbación y obscenidad al contemplar lo que hace la especie humana para preservar del polvo y el olvido. En Nápoles conservan la sangre coagulada de San Genaro, y constituye un ‘milagro’ ver cómo ésta, cada 19 de septiembre, experimenta licuefacción, lo que da comienzo al jolgorio. Los napolitanos conservan la cabeza del santo en una urna, y rezan frente a una ampolleta del tamaño de una pera que contiene su sangre. En la Catedral de Buga conservan el corazón de Alejandro Cabal Pombo. En Alba de Tormes, un pequeño pueblo de Castilla, pude ver, encerrado en urna, el brazo de Santa Teresa de Jesús, patrona de los escritores. Por el sentimiento de obscenidad que compromete ver a alguien muerto, o parte de su cuerpo, me negué a la exposición ‘Bodies’, itinerante por Colombia. No elegí ver el brazo de Santa Teresa. Sólo topé con él; el convento, con monjas de clausura, es pequeño, y el visitante puede ver también el féretro de la santa, en mitad de la iglesia. Las religiosas aceptan el óbolo generoso de quien va por ahí; si el visitante tiene suerte, puede escuchar el coro, el mismo de maitines, el que repite: "Nada te turbe/ nada te espante/ Dios no se muda/ la paciencia todo lo alcanza/ quien a Dios tiene, nada le falta/ Sólo Dios basta…".Hoy, conservo conmigo un trozo de tela tocado al cuerpo de la Santa.Ojalá a nadie se le ocurra guardar el cerebro de Bill Gates, ni la lengua de Chávez, ni las barbas de Fidel.Es claro que somos fetichistas, y con el tiempo renunciamos a lo que la civilización señala como tara, atraso, superchería. Pero conservo en mi billetera, amarrado en cruz, un dólar que vino volando a mis pies por las calles de Manhattan, cuando llegué a Estados Unidos; para que la fortuna no se vaya, y el trocito de tela tocado al féretro de Santa Teresa, para que me ayude a escribir mejor, todos los días.