La ley prohíbe el exceso de velocidad y castiga, cuando puede, la agresividad en las carreteras. La velocidad no es como se cree una infracción propia de jóvenes. Hace unos años venía de pescar en uno de los ríos que atraviesan los bosques del estado de Connecticut, por uno de esos caminos donde es menester tener cuidado con los venados furtivos que muchas veces saltan sobre los vehículos, porque no tienen idea de qué clase de género animal es este que se desplaza sobre cuadro ruedas. Este rarísimo género muchas veces arrolla venados bebés como si tal cosa. Venía de pescar, decía, y no topé por fortuna con venado o reno alguno, ni siquiera con un oso furioso en busca de sus críos, en cuyo caso le hubiera arrojado un salmón, o un 'stripe bass'. A los osos les fascina la carne de pescado fresca; les encanta más si tienen que posar dando el zarpazo en las ondas del río, para la ‘National Geographic’.
Al salir a la carretera de alta velocidad y en el momento en que buscaba un cruce a la izquierda, hacia la ciudad de Hartford, sentí un violento golpe en la parte delantera del coche; fue como si la parca me hubiera asestado su primer guadañazo. Como pude, me aferré a la cabrilla, dando botes dentro del cinturón de seguridad –dicen que es un estorbo, pero que salva, salva- hasta lograr orillarme a la derecha para esperar a la policía. Mi carro, tuerto de la farola izquierda y tembloroso, cortó abruptamente 'La esencia del guaguancó' –cantaba el Pete Conde- pues el radio también saltó como un chapul en primavera.
En segundos, me sentí protagonista de la serie 'Baretta' o 'Mannix', pues nunca había visto tantas patrullas juntas; al menos doce acudieron con gran alboroto, girar de sirenas, además de paramédicos y bomberos.
Como el agente me ordenó permanecer en el auto, miraba por el retrovisor para saber quién había sido el Fittipaldi que me había arrollado a más de ciento veinte por hora y a mansalva. Espere ver salir del otro carro –también quedó descuajaringado- a un 'teen age' con audífonos, un rapero insolente, o un veterano de Vietnam en trance suicida. Pero, ¡Oh sorpresa!, descendió una anciana de 87 años, la conductora, cuyo marido me increpaba por ser supuestamente el culpable de la colisión. La pobre mujer acezaba y se sentó en una piedra.
Luego, el policía me informó que hacía veinte días ella había tenido una operación de corazón abierto… En segundos, me vi preso en Sing-Sing, o en Alcatraz reabierta, bajo el cargo de ‘criminal de carretera’.
Afortunadamente, la Corte de Connecticut me exoneró de toda culpa, pero me quedé pensando qué clase de correcaminos había sido aquella mujer a los veinticinco años.
La paradoja está marcada por la publicidad en la industria del automóvil; el exceso de velocidad está prohibido, excepto en Indianápolis, pero los comerciales que aparecen cada año, recomiendan lo contrario: ‘Mátese’ literalmente, pues, venden la imagen del ‘hombre exitoso’, cuál es el que va por las vías –o por los montes como un Indiana Jones, intrépido, sagaz, rápido, invulnerable.
Un comercial, quizá el peor, destinado al mercado ‘México-americano’, muestra a una pareja que almuerza; Lupita, la esposa, dice de pronto, “estos aguacates no saben a nada…” y agrega: “No son como los de mi abuelita”. El macho fronterizo se incorpora, enciende su camioneta y con gesto intrépido va hasta el mismo patio de la abuela aguacatera, más allá de la frontera, arranca el árbol completo y lo trae al propio comedor de la casa; en el último cuadro de esta escena, aparece la pobre abuela contemplando el hueco donde antes estuvo el árbol. ‘Te van a ver de otra manera’, es el lema. Con sabor salvaje.
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