El desenlace de la campaña presidencial del ingeniero Rodolfo Hernández terminó en un fiasco. Apareció el lado humano de un candidato errático, evasivo, caprichoso, impredecible, disminuido frente a la adversidad, sin temple ni capacidad para encajar los golpes. Rasgos de personalidad confusos y desconcertantes, que son limitantes para enfrentar los desafíos de gobernar un país, especialmente con la complejidad de Colombia.
Todo esto se da por descontado, es cosa comida, pero no le quita que el Ingeniero tenía razón en el punto central de su planteamiento: mientras no se enfrente la corrupción y se le quite el poder a una clase política, desprestigiada y comprometida con la robadera en lo local, departamental y nacional, cualquier esfuerzo de transformación de Colombia será inútil. Sin correctivos de fondo, el mayor recaudo de una reforma tributaria irá a parar a los bolsillos de contratistas, expertos en exprimir en su favor los recursos públicos, en una feria de la contratación pública desbordada. El Ingeniero tenía razón al afirmar que mientras no se le pusiera tate quieto a la robadera el aumento de recursos vía impuestos era como hacerle una transfusión de sangre a un paciente antes de contenerle la hemorragia: se pierde la sangre.
Para muestra de esta corrupción cínica y desbocada esta la realidad de nuestra ciudad acorralada por una contratación turbia que parece casi incontenible. El contralor Carlos Hernán Rodríguez habla de un descomunal monto de $491.301 millones en contratos celebrados por Jorge Iván Ospina y miembros de su gabinete; ha abierto ya seis procesos de responsabilidad fiscal y 25 indagaciones preliminares. Lo de Cali, es solo para citar un ejemplo que tenemos cerca y que debe dolernos.
El planteamiento del Ingeniero era novedoso; tenía claro que el maridaje con la clase política ahoga cualquier posibilidad de transformación. También tenía claro que en ese punto no transaría. Por el contrario, Petro escogió la práctica convencional del ejercicio de gobierno, eso sí, envolviéndola en una seductora retórica de reformas, que puede impactar de entrada, pero que acabará en frustración.
Petro cayó en la trampa de la leguleyada colombiana que le apuesta al trámite legislativo como el meollo de la tarea de gobernar, como si a Colombia le faltaran leyes, cuando son muchas las útiles que están sin aplicar, por falta de reglamentación. Decidió venderle a cualquier precio el alma al diablo, a una clase política, degradada y corrupta, incapaz de sacrificar prebendas y beneficios, como se vio de nuevo con el actual congreso. Por esa ruta no habrá avances y en esto no hay diferencias entre Petro, Duque, Santos, Uribe… y la lista hacia atrás es larga.
Hasta el momento Petro no ha dado señales de querer combatir la corrupción ni de enfrentar a la clase política. Parece haber olvidado que fueron sus denuncias del Carrusel de la Contratación en Bogotá, que hizo junto con el entonces concejal Carlos Vicente de Roux, las que tumbaron al alcalde Samuel Moreno y le abrieron el camino a la Alcaldía de Bogotá. Esto apareciera asunto del pasado y por ello se le ve tan tranquilo mientras empodera a Roy Barreras y a Alfonso Prada y la recua de manzanillos menores, encargados de hacerle el trabajo sucio, como
en tiempos de la campaña.
Es claro, la culebra de la corrupción está viva y el Presidente no está
dispuesto a matarla, con el peligro de que, por el contrario, esta pueda terminar matando las promesas de cambio.