Esperar que 3000 policías, que aparecieron de súbito en la ciudad al mando del general Óscar Naranjo -y que son más que bienvenidos-, vayan a solucionar el tema de la inseguridad en Cali, es, por decir lo menos, ingenuo. Es pensar con el deseo. La inseguridad de Cali es un tema estructural, asociado a la indolencia y apatía ciudadana. A una complicidad silenciosa que por décadas ha permitido que la ilegalidad se haya infiltrado en las entrañas de la sociedad, a todos los niveles y en todas las clases sociales. En distintos monitoreos que se han realizado sobre el comportamiento de los caleños, hay unas variables que no logran modificarse con el paso del tiempo y que continúan repitiéndose sistemáticamente sin que nada las logre permear. No importan los crímenes, ni los carcelazos de los políticos ni las catástrofes electorales, la ciudadanía caleña sigue cínica, mirándose el ombligo, cada quien inmiscuido en sus quehaceres individuales, en los negocios, en la prosperidad inmediata, sin importar los medios como ésta llegue. Las mediciones, entre las que se incluye el estudio ‘Cali como vamos’ son un buen termómetro de lo que sucede. Éstas confirman el comportamiento de los caleños frente a la legalidad, el cumplimiento de los deberes ciudadanos y el respeto a las normas; su capacidad en tolerancia, que involucra la solidaridad, la convivencia, el respeto a la vida, a los más vulnerables, a los desplazados. Y en todos Cali se raja. Los caleños se rajan, cuando el respeto a estas normas elementales de convivencia es la base de la existencia y sobrevivencia de cualquier sociedad, de cualquier conglomerado humano. En esta falencia, en esta crisis de valores radica el problema de la inseguridad de Cali. Porque la vida dejó de tener un valor, porque los jóvenes crecen con la convicción de una existencia efímera, porque el respeto a la Ley dejó de regir la cotidianidad, porque ni el castigo ni la sanción judicial o social dejaron de pesar, dejaron de importar. En los estudios que se construyen con base a muestras representativas, aparece una ciudad individualista, donde los caleños no esperan mayor cosa de las instituciones nacionales ni locales. No confían, mayoritariamente, en sus dirigentes. Ni políticos, ni sociales. Y tienen razón. Porque han visto demasiado. Demasiado oportunismo, demasiada doble moral, demasiado atajo, demasiada confusión. Han visto cómo, quienes tienen que dar ejemplo, los líderes, las cabezas del sector público y privado han fallado. Han fallado los alcaldes y gobernadores, han fallado los contralores y personeros, los concejales y diputados. Han fallado los empresarios que en más de una ocasión se han aprovechado de la debilidad del Estado y de sus funcionarios públicos para tomar ventaja, para apropiarse de los bienes públicos. Han fallado los dirigentes gremiales, los educadores, los jueces y hasta los sacerdotes. Dejaron de ser los faros para terminar arrollados por el torbellino. El propósito colectivo dejó de regir la sociedad y por tanto la vida individual ha ido también dejando de tener sentido. Pero el miedo no puede ahora arrinconar a cada quien en sus casas, en sus apartamentos. Hay que salirle al paso, porque los 3000 nuevos policías no van a poder hacer el milagro que no logramos hacer nosotros mismos como sociedad.