Doris Salcedo llegó a uno de los templos del arte contemporáneo: el museo Guggenheim de Nueva York. Una exposición retrospectiva impactante, que ha suscitado elogiosas reseñas con el New York Times a la cabeza, que se ocupa de la desesperanza humana por los actos de violencia de unos contra otros pero también de la agresión a la naturaleza: el fin de la vida. Allí están las pilas de sábanas y camisas dobladas vueltos trozos de algodón fijados por materiales inertes que alguna vez vistió algún colombiano desaparecido en la guerra, o los bloques de concreto aplastando los asientos que alguna vez ocuparon unos niños que iban a la escuela en algún pueblo remoto de Colombia o las 13 sillas volantes que denuncian el caos o con su Atrabiliarias —un mural hecho de zapatos de mujer metidos en nichos y cubiertos por una fina película translúcida— y la instalación Casa Viudas, donde los muebles lloran la pérdida de sus antiguos ocupantes aferrándose a huesos, a los restos de un vestido; las sillas de hierro fijadas con una furia desesperada; esculturas, instalaciones, una combinación de técnicas son las que utiliza Doris Salcedo para hacer oír su voz a través de objetos cotidianos y personales que finalmente definen a las personas, pero también con paisajes devastados. La exposición que recoge treinta años de trabajo es una suerte de testimonio, memorias de una vida producto de su observación incesante. Una de sus primeras manifestaciones de indignación fue la toma con miles de veladores y una inmensa calle de rosas rojas de la plaza de Bolívar cuando asesinaron a Jaime Garzón. Y desde entonces se propuso dejar plasmadas las huellas de su rebeldía. Doris ha reconocido que ella no hace otra cosa que “tratar de articular la memoria de los vencidos, de las víctimas de la violencia colombiana. Mi obra rota alrededor de la experiencia de aquellos que habitan en la periferia de la vida, en el epicentro de las catástrofes. Para no reducir estas experiencias al silencio y a la soledad de la víctima traumatizada, dicha experiencia singular debe ser inscrita en un memorando, en una obra de arte”. Porque como ella dice, el arte es “la interrupción que nos permite sustraernos del huracán del progreso. Nos da tiempo para compadecernos del sufrimiento de aquellos que mueren mudos, inadvertidos y no escuchados”.El de Doris Salcedo emerge de la catástrofe contemporánea con un lenguaje, el de los creadores, que por evanescente que sea, resulta mucho más contundente y claro que los interminables y repetidos discursos políticos, que intentan en vano interpretar a la gente, sus temores y rabias, sus aspiraciones y sueños. Es un arte nacido de las emociones y no de las anécdotas. De la convicción de que “los vencidos podemos narrar nuestra historia porque el pasado no es algo dado y reconstruir la historia desde el presente permite que la memoria olvidada, la memoria reprimida, surja como una imagen, otorgándole así una oportunidad a aquello que en el pasado fue aplastado, desdeñado y abandonado”.Una gran exposición de la que poco o nada se ha dicho en Colombia. Gritos desesperados que incomodan, que la artista quiso asumir como una valiente postura personal sin culpabilizar ni involucrar a nadie, razón por la cual la bautizó Doris Salcedo a secas. ¡Para qué más!