Es un hombre humilde. Camina las calles, conversa en las esquinas, escucha y no habla como obispo. Lo suyo no son las ceremonias, lo suyo es la vida de la gente, vayan o no a la iglesia; lo suyo es la justicia social y entiende su rol pastoral con serenidad. No juzga, no emite sentencias condenatorias desde el poder de un púlpito, no se cree poseedor de la palabra; sabe colocarse en los zapatos del otro. Hablo de Monseñor Rubén Darío Jaramillo, el obispo de Buenaventura.

Sabe tender la mano. Conversa con quien tenga que conversar. Junta a dialogar los enemigos, los busca sin prejuicios. Habla con pecadores, condenados, perseguidos por la justicia, delincuentes, ladrones, atracadores. Habla con los malandros mayores, con la cabeza de la serpiente, como él mismo dice, y lo hace movido por una causa: frenar la muerte criminal, desbocada, en Buenaventura. Y ha logrado parar la cadena.

En este puerto caliente hace cuarenta días no se asesina a una sola persona. Allí mismo donde se mataban violentamente en un mes entre 25 y 30 muchachos menores de 24 años, uno diario; los asesinaban porque sí, porque lo ordenaba el gran capo de los Espartanos o los Shottas, porque había visto demasiado, porque sabía mucho, porque no había hecho bien el mandado, porque dejó escapar al que debió dispararle, porque no logró el botín esperado en el atraco o en el robo y todo en esto dentro de una lógica demencial del control territorial de las rutas de la droga ¡de la maldita coca! que sale hacia cualquier puerto en el Océano Pacífico. Son 1200 jóvenes atrapados en esta caldera del diablo.

Monseñor Rubén Darío Jaramillo nació en Pereira, pero son ya cinco años los que lleva conociendo a la gente de Buenaventura. Lo ha visto todo. Lo han visto todos. Conoce bien este mundo degradado donde solo manda la plata y la plata grande. Encontró con sabiduría y paciencia la manera de comunicarse con ellos; creó confianza. Y consiguió que se sentaran poderosos enemigos frente a frente, unos y otros, los duros que imparten órdenes desde las cárceles de alta seguridad -que lo hicieran a la distancia- con quienes mandan en los barrios de Buenaventura y pactaron entre ellos no matarse. Y acordaron levantar las fronteras invisibles, aunque el robo y la extorsión siguen vivos. De eso vivimos, dicen. La ciudad empieza lentamente a romper las cadenas de miedo y la actividad nocturna a regresar con restaurantes y hoteles ocupados.

¿Por qué han dejado de matar y necesitan alternativas? Porque saben que solo les quedan tres vías: la tumba, la cárcel o reincorporarse a la comunidad. ¿Qué esperan? Un marco legal que les asegure entrega de armas por beneficios jurídicos. Nadie deja un prontuario delictivo a cambio de nada. Saben que habrá castigo, cárcel, pero esperan tratamiento especial. En plata blanca su apuesta es la ‘paz total’ planteada por el presidente Gustavo Petro.

Paz total, una medida arriesgada que no puede ser una simple decisión gubernamental así tenga el apoyo legislativo porque ésta compromete a la sociedad toda. La disyuntiva es mayúscula. Pero lo cierto es que el poder de estas bandolas criminales es tal que como se ha visto, con una orden detuvieron los homicidios sin intervención alguna de las autoridades. Porque está claro, y esto es el horror: son la ley en Buenaventura. Y algo hay que hacer con ellos.