En esta era en la que los dictadores se enquistan en el poder a través de espurios y amañados procesos electorales, Maduro como paradigma, lo ocurrido en Myanmar es un regreso a una época que ya se pensaba superada, de golpes militares, arrestos a media noche, militarización de las ciudades y generales de charretera y medallas prometiendo por televisión pronto regreso a la democracia.

Más extraño aún el golpe militar en la antigua Birmania, pues los militares controlan de facto el país desde su regreso a una precaria democracia hace una década, antes de la cual habían mantenido el poder absoluto, prácticamente desde la independencia del país en 1948. A la usanza de Trump, los generales habían advertido sin pruebas que las elecciones que se llevarían a cabo el noviembre pasado serían fraudulentas, y tras las mismas insistieron, también sin prueba alguna, que había ocurrido “fraude masivo”. La realidad es que el poder de los militares, que por constitución tienen el 25% de los escaños en el parlamento, facultad de declarar unilateralmente estado de emergencia,
los tres ministerios más poderosos y manejo del presupuesto militar sin cortapisas, nunca estuvo en peligro, por lo que no se explica la necesidad de dar el golpe a menos que sea por mera ambición personal.

Myanmar es un país del Sudeste Asiático, con una población de 55 millones de habitantes, de mayoría budista, categorizado como de ingreso medio bajo, con altos niveles de pobreza y precaria infraestructura. El país produce energía eléctrica, petróleo, gas, madera y pesca y su principal socio comercial es China, país que le ha dispensado paraguas diplomático en instituciones internacionales, por los abusos a los derechos humanos por parte de los militares birmanos.

Aung San Suu Kyi, líder del partido nacional democrático que arrasó en las elecciones, premio Nobel de paz en 1991 y el más importante personaje político de Myanmar, quien pasó años bajo arresto domiciliario, fue nuevamente arrestada por los golpistas. Suu Kyi inmensamente popular en su país, cayó en desgracia con la comunidad internacional por su pasividad, incluso apoyo soterrado, a lo que Naciones Unidas denominó limpieza étnica y expulsión de centenares de miles de musulmanes Rohinyá en 2016-17.

Si aún hiciera falta una demostración de que la religión juega un rol esencial en la política y las relaciones internacionales en pleno Siglo XXI,
monjes budistas en Myanmar, de la corriente Theravada, son protagonistas activos en la política interna, apoyan a los militares y participan en la limpieza étnica de los Rohinyá. Se ven a sí mismos como la última línea de defensa del budismo frente al avance del islam,
tomando como ejemplo dos países vecinos, Indonesia y Malasia, que fueron budistas hasta el Siglo XII cuando se islamizaron tras la llegada de mercaderes árabes musulmanes y comerciantes y predicadores musulmanes de la India. Incluso uno de los más militantes monjes budistas, Ashin Wirathu, es conocido como el ‘Bin Laden’ birmano por su retórica radical contra los musulmanes.

La transición de una larga dictadura a una democracia nunca ha sido fácil y su éxito lejos está de asegurarlo. Requiere una negociación permanente entre los que detentaron el poder y los que llegaron, hacer compromisos, evitar cometer errores y esperar que el andamiaje que se está construyendo tenga cimientos fuertes. Ese no fue el caso en Myanmar. Las tendencias absolutistas de Aung San Suu Kyi chocaron con la de los militares que siempre han tenido el sartén por el mango y llegado el momento asestaron su golpe.

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