Dirán que a lo largo de la historia y en nombre de la religión se libraron sanguinarias guerras ‘santas’, se destruyeron civilizaciones y perpetraron inimaginables crímenes humanitarios como la Inquisición y el Holocausto. Que estos mismos momentos registran abominables violencias religiosas, especialmente en el Medio Oriente donde el odio se apoderó de las mentes y la palabra amor se volvió sinónimo de debilidad mental.Sin embargo, yo conocí tiempos mejores, incluso en el Medio Oriente: en el Egipto donde nací y crecí durante los años 40 y 50, la convivencia entre las diferentes religiones era amable, respetuosa, tolerante y sobre todo muy alegre. País cosmopolita por excelencia, el Egipto de entonces albergaba comunidades de todos los colores del arco iris: judíos (más de 80 mil), obviamente coptos (10% de la población), armenios, griegos, italianos, franceses, ingleses, católicos, protestantes... Todas tenían su mundo, sus sinagogas, iglesias, periódicos, clubes deportivos y sociales, mercados, restaurantes, etc., pero, aún así, vivían en total armonía entre sí y con la mayoría musulmana sunita (90%) del país, bien acomodados dentro de algunas limitaciones que se les aplicaban por su condición de ‘dhimmi’ o residentes no musulmanes.El Egipto de entonces respiraba felicidad; fácil verlo en las películas de la época. Y El Cairo era reconocida como una de las más hermosas capitales del planeta. La alegría llegaba a su tope durante las fiestas religiosas que se celebraban en un ambiente de júbilo nacional. Sin importar a cuál bando uno pertenecía y de que manera cada uno honraba a Dios. Cito ejemplos en forma desordenada y al son de mi memoria. Comenzando con Ramadán, mes del ayuno musulmán que dura un mes y obliga a dejar de comer desde el amanecer hasta el anochecer, el ambiente no era austero sino festivo, de cantos, bailes y comidas que podían durar toda la noche y compartidos por todos. El ‘Eid el Kebir’ (La Fiesta Grande) marcaba el fin del Ramadán y la ruptura oficial del ayuno y transformaba a Egipto en un gran carnaval. Lo mismo era ‘Muwled el Nabi’ que celebra el nacimiento del profeta Mohamed. En la fiesta judía de Pascua (irónicamente recuerda el éxodo de los judíos de Egipto aunque nosotros permanecíamos allí... ¡‘Nos olvidaron!” bromeamos), mi abuela se hacía el deber de repartir a los vecinos -judíos y no judíos- sus frascos de las tradicionales mermeladas de dátiles y de coco (propios de la fiesta) que todos esperaban y apreciaban. En Navidad intercambiamos regalos, en nombre de Papá Noel y sin pensar en religiosidades. Tampoco nos perdíamos la misa de medianoche difundida con altoparlantes desde los jardines de una bellísima iglesia y seguida de un magnífico concierto de música clásica. La Navidad copta se festejaba días más tarde, a principios de enero y era motivo de alegres reuniones de amigos en las casas coptas que nos deleitaban con sus ‘zalabia’ (buñuelos rellenos de miel) y más especialidades.Los judíos también tenemos nuestro carnaval en la fiesta de ‘Purim’ con sus disfraces y leyendas sobre una Reina Esther salvadora. En El Cairo de mi infancia y juventud, la mejor fiesta de Purim se daba en el viejo barrio judío. Allá íbamos a bailar, cantar, comer, estallar totes, dar o recibir regalos y gozar hasta el agotamiento. Y en compañía de amigos no judíos, tan contentos de festejar como nosotros. Eran tiempos mejores sin duda alguna y podría hablar mucho más de lo que era festejar la religión en el Egipto de los años 40 y 50. Hasta que llegó Gamal Adbel Nasser a imponer un nacionalismo pernicioso que no benefició ni liberó al país. Al contrario, lo esclavizó bajo su implacable dictadura, mató su alegría y lo llenó de odio. Y desde entonces, no se repone.