Ignacio Ramírez, hombre de radio, activista del arte y la literatura, viajero impenitente, amigo ardoroso e inacabable, aprendiz de brujo, seriamente aquejado desde hace tiempos de un crustáceo que lo atenaza, quien ha sabido despistar a la muerte con singular entereza haciendo por Internet la revista Cronopios, donde divulga y comenta la obra de los escritores colombianos y las noticias culturales del mundo se levantó el lunes de su cama, llegó al baño, pasó de largo por el espejo, se subió a la báscula como todos los días para vigilar la pérdida progresiva de su gramaje, y se encontró con que la aguja no se movió, permaneció en 0 kilos.Mierda -concretó el prospecto-, morí, ayer pesaba 47. No podía soportar tamaña levedad de su ser. Y se devolvió en busca de su cadáver sobre la cama. Pero sobre la cama sólo estaba la manta aún caliente. Se tocó, y a pesar de estar casi en los huesos se sintió con masa. Bueno, los muertos también tienen cuerpo. Debí haberme muerto mientras dormía. Y si estoy muerto, ¿por qué esta preocupación por dejar de ser? Lo raro es que me siento como ayer, como si estuviera vivo. ¿Será el no ser esta preocupación por dejar de amar? De este mundo que conocí lo amé casi todo. Porque, ¿qué gracia tiene conocer gente si es para odiarla? Tal vez los únicos que merecen mi maldición sean los que están exterminando a mi tribu Wayú, hoy defendida por Karmencita, mi hija. A las mujeres las amé en todos los tiempos a partir de Leonor de Aquitania, hasta los días que se me acaban de terminar leyendo su biografía. Nada me dolió tanto como ver enzarzados en odiosa pugna a dos de mis más queridos amigos. Poetas que no eran tan excelsos como cada uno creía de sí mismo, ni tan insulsos como cada uno consideraba del otro. Y de mis tres artistas del alma, otro de mis dolores es haber visto despintarse a Leonel Góngora y a Saturnino Ramírez. Menos mal que ayer almorcé cuchuco con Antonio Samudio. Y que pude abrazar a Antonio Correa y presentar su último libro en la Feria.Sonó el teléfono, ¿aló? No había nadie en la línea. Lo dejó descolgado. Era la hora en que debía hacer el primer despacho de Cronopios. Cincuenta mil suscriptores desparramados por el mundo estarían atentos a su mensaje. Pero no se atrevió a abrir el Internet. ¿Qué tal si le pasara lo mismo que con la báscula y el teléfono y no le abría? ¿O encontrara en su propia página la noticia de su deceso? ¿O debería escribirla él, como última broma de un cronopio a ultranza? Miró por la ventana el mismo sol que llevaba viendo nacer y morir siete veces a la semana. Los camiones pitaban, una ambulancia dejaba sentir la urgencia de su pasajero, un avión rayaba el cielo rumbo a Eldorado. Después de verificar que pesaba 0 no sentía el cuerpo. Ni ganas de hacer popó, porque seguramente pesaría menos. ¿Bañarse y afeitarse? ¡Qué farsa! Prendió el calentador. Recordó todos los libros que había leído en su vida, las películas que había visto, los países que visitara. Todos los besos que había dado, todos los pesos que por su trabajo había recibido. Volvió a contarlos con entusiasmo. Había sido rico. En esas estaba, ya caída la tarde, en levantadora, cuando oyó sonar el timbre. No se sintió capaz de abrir. ¿Qué tal que pasaran por delante de él sin verle? Los repetidos timbres no vencieron su incertidumbre hasta que gritaron: Nacho, por favor, abre. Era Olga Cristina Turriago, su amiga de la vida. Abrió súbito. Hola, Nacho, te he estado llamando pero el teléfono está malo. Por eso vengo con el técnico, para que te lo arregle y de paso la báscula, que ayer te la descompuse cuando me subí a pesarme y le reventé el sensor. Debo estar gordísima. Hacía 10 años que no se tomaba un trago. Se sirvió un whisky.