El virus de la lectura entra por los ojos y conduce al optómetra. Las lentes y las nubes suelen ser el distintivo temprano del buen lector. Pero en nada se pueden emplear mejor los ojos que en trabajar un buen libro, luego de la adoración del cubismo y el cara y sello de la amada. Desde niño he preferido un libro a un pastel, sin desconocer que haya autores tan almibarados como indigestos. No recuerdo en mi vida alfabeta haber pasado una sola hora de soledad o desocupación sin leer. Adoro las vallas publicitarias porque le ponen pies de imprenta al paisaje. Si estoy parado en un sitio donde mis ojos no tienen a su alcance nada qué leer me caigo. Envidio a esos justos que mueren leyendo así sea la Biblia. He leído caminando kilómetros de calles atestadas como cura con su breviario, en las busetas a Dostoyevski entre olores de sobaquina, a la orilla del mar desdeñando un horizonte de nalgas, en Boeings transcontinentales con toda fruición me he zampado Mahabaratas, he leído en las salas de espera del dentista y del abortista, cantares de cantares en las colas del banco, las novelas homónimas en el cine para comparar emociones, pornografía pura bajo las cobijas con el chorro de una linterna, a los poetas de vanguardia frente al humo del plato en los restaurantes y a los clásicos en la intimidad del retrete. Y estaba preparado para hacerlo hasta frente al pelotón de fusilamiento.En un principio me leí toda la colección de ‘Selecciones’ y una enciclopedia en doce tomos que compró mi papá por cuotas. No soltaba a un autor hasta haber agotado sus obras completas, incluidas sus cartas, registros de hotel y recibos de lavandería. Eso daba lugar a un laberinto de lecturas con crecimiento geométrico. Libros en rústica, de segunda y en pésimas traducciones eran un manjar a mis ojos, que costeaba con todo lo ahorrado de transportes y de merienda. Más que por las mujeres que no conseguí sufrí por los libros que no leí. Esos libros burgueses de pasta fina, tan inalcanzables que me hacían sentir como Luis Enrique el plebeyo. Tiempo después tuve dinero de sobra para adquirirlos. Todos los días compraba por lo menos tres tomos de esos toda la vida deseados y los llevaba excitadísimo a la garçoniere, pero ya no para leerlos sino para ponerlos en su sitio, en su silla, acariciarlos, tomarme un té contemplándolos y antes de dormir colocarlos con toda suavidad bajo mi cobija de pumas para integrarme a ellos por ese sibaritismo orgiástico de la ósmosis.Pero los libros comenzaron a ascender escandalosamente de precio dejándome atrás en mi capacidad adquisitiva, a mí, todo un alpinista. Ya no me podía dar el lujo de comer, beber, tirar y leer. Para mantener esta última aberración me disminuí en los licores, de whisky pasé a tres esquinas y del champán dorado a la pola. Y así hasta abandonar por completo el alcohol ante el pavor y pasmo de mis amigotes, alegando prescripción médica en vista de un conato de gota. Las tres comidas han quedado reducidas a una, por cierto bien balanceada según el método Fonda, con arepa doble. Las abundosas mujeres han ido exiliándose del llavero y he quedado reducido en esas lides de faldas a una mínima expresión: la bigamia. Y ante los precios astronómicos de la literatura importada, ha llegado el momento de ponerle coto a las lecturas de moda. Cancelada la suscripción de Playboy y de El Paseante, me consuelo con Pimienta y El Malpensante. Me he resignado a leer los libros de mi biblioteca, y confieso con sorpresa que no están tan malos. Cuando los termine empezaré a disfrutar ese gran placer que recomendado por García Márquez y Mutis llamado la relectura. Seré feliz con mi esposa. Aspiraré el aire del campo. Llevaré a los niños a Disneyworld. Ingresaré a una secta budista. Y entre los libros y yo toda relación habrá terminado.