Nunca aprendimos a escribir bien quienes enrumbamos nuestra prosa a nosotros mismos y a aquello que nos atañe. Eso dicen quienes se fastidian de vernos gozar de lo que nos acaricia carne y espíritu, la cópula rumbera y el leer odas y loas, y a lo sumo sufrir por lo que sería nuestra pérdida, la desaparición de ese soplo lírico que nos mantiene con vida. La expresión en primera la aprendí de San Agustín, de Santa Teresa, de Rousseau, de Casanova, de Miller, de Anaïs Nin, de Ginsberg, de Bukowski, de Gonzalo Arango y de Fernando Vallejo, escritores confesionales. Me propuse dar testimonio de lo que me pasaba por las narices, comenzando por el hedor de la gran masacre nacional que nunca termina, pero sin olvidar el jardín de esa rosa que a la noche de la vida llena de un perfume de gracia. No soy el narrador omnisciente porque no sé ni siquiera dónde estoy parado, ni con quién, ni qué está pensando. Me dejo llevar por lo que de mí sé o de mí recuerdo, con la tinta de un estilógrafo revestido de oro, regalo de mi ex Claudia Parker. He recibido coronas, con cheques y sufragios, incluso de rey de burlas. Todo por escribir lo que el espíritu me dicta. Tengo una pasión tal por las palabras que me siento obligado a coserlas siguiendo el ritmo del pedal que mueven mis dedos, tal un hipnotizado que no puede parar mientras no le ordenen. Eso molesta a muchos, como a ésos que comienzan quejosos: “A mí no me gustan quienes hablan de sí mismos”, y me dan en la cabeza como si fuera Walt Whitman. He leído todos los libros, tal como escribió Mallarmé, pero no los que las editoriales producen. Y no me ha quedado triste la carne. También los libros de carne que somos los he leído. Como he leído las brasas y la ceniza y el humo del cigarrillo. Y he leído las líneas de la mano y el iris de los ojos y el pensamiento del mentalista. Y el paso de los cometas y las vísceras de las aves y el poso del chocolate. ¿Qué será lo que puede leer un hombre a lo que no haya tenido asomo? Y también he leído entre líneas mi biblioteca, y con más fruición los libros que me robaron, y los que regalé después de leerlos, y los que leí varias veces hasta acabarlos. Si se acabara el libro seríamos muchos los que nos acabaríamos con él. Lectores de bolsillo, lectores de pasta blanda o de pasta dura, lectores en ediciones de lujo, lectores de canto dorado.Escribimos para descansar de leer, y leemos para descansar de escribir, y escribimos y leemos para descansar de beber y para parar de dormir y para descansar de hacer el amor, si es que esta actividad exige un descanso. Escribió Salomón y escribió Fray Luis de León y escribió Saint John Perse y escribió Jorge Zalamea y escribieron Edgar Allan Poe y Julio Cortázar y Rimbaud y Eduardo Escobar y James Joyce y Salas Subirat. Nadie para de escribir mientras haya tinta, o mientras haya cinta, o mientras el papel no se acabe y el papel es para los libros y a lo sumo para los mapas y los ajetreados ojetes pero no para imprimir billetes ni siquiera falsos ni volantes políticos ni emitir sentencias de muerte.Tengo una biblioteca más grande que mi casa y es del tamaño de los ojos que la contemplan. En esa biblioteca se alojan los poetas que me fueron armando pata por pata. Ay Lucrecio, ay Virgilio, ay Li Po, / ay Petrarca, ay Blake, ay Lautreamont, / ay Rilke, ay Milosz, ay Artaud, / ay Pound, ay Celan, ay Federico García. Si algún día los lectores me condenaran por escribir tanta mierda, como confesó San Agustín que lo hizo, yo pediría por cárcel la biblioteca -así fuera la de la cárcel-, y así en ella figuraran libros de Corín Tellado y Walter Mercado, de Jota Mario o de Guillermo Valencia, o de Carlos Lleras de La Fontaine.