Han pasado 53 años desde que un bólido conducido por Arne Krag atropelló, a las diez de la noche, enfrente del Intercontinental de Cali que recién se estaba construyendo, al niño de 10 años Luis Ernesto Valencia, el más joven poeta del mundo. El responsable, a quien quizás ya se llevó el diablo, se negó a costear el entierro, que se hizo por generosidad de un donante anónimo.
Mientras su víctima implume ya tiene dos ediciones postmorten de su libro El Gigoló de los Dioses, una hecha por Omar Rayo en Ediciones Embalaje en 1987 y otra recién publicada por el poeta Michael Benítez en Bogotá. Y se anuncia la edición francesa en París, a cargo del traductor Boris Monneau, quien también prepara la edición de los poemas de María de las Estrellas, la otra niña adoptada por el movimiento nadaísta, que pereció en accidente de auto a los 13 años.
Que un niño, aún sin uso de razón, rubio y de hermosa presencia, natural de un villorrio del Valle del Cauca, por el año 64, se volara de su casa para salir a recorrer mundo, podría no ser muy exótico, porque por esa época las calles de Colombia estaban pobladas de ‘gamines’, como se calificaba a las hordas de menores sin rumbo fijo, especializados en oler gasolina y escamotear parabrisas. En cierta forma eran hijos de la violencia, niños sin padres, pero también libertarios anticipados. Lo que obligara a que personas piadosas, como doña Nydia Quintero y algunos sacerdotes, crearan hospicios para albergarlos.
El niño al que me refiero llegó a Cali y se sumó a las pandillas quién sabe por cuántos meses. Como solía dormir a la intemperie, una noche se acogió a las escalas que daban a la habitación del segundo piso de la 2da.
con 16, donde habitaba Elmo Valencia, el ‘monje loco’ del nadaísmo como lo había bautizado Gonzalo Arango, y quien acababa de regresar de Tumaco de la aventura fallida de instaurar Islanada, pero con el conocimiento del Zen que le había inculcado en la playa una especie de gurú gringo del que nunca dudó que fuera el poeta beat Gary Snyder.
Me decía el monje que su próximo paso era refundar el nadaísmo como Nadaísmo-Zen y que para ello contaría con el venerable Buda, de quien esperaba refuerzo. Esa mañana, cuando madrugó por la leche y encontró dormido al niño, lo acogió, lo hizo bañar, le lavó los harapos y le consiguió ropa nueva. Como su hijo adoptivo, que se llamaba Luis Ernesto, según le dijo, le acopló su apellido Valencia. Le compuso una canción, letra y música, y le enseñó a interpretarla. Se llamaba El colibrí: “Un colibrí/ amaneció esta mañana en mi garganta/ Un colibrí/ tan chiquitito pero hay que ver cómo canta/ Será/ que estoy muy feliz/ enamorado con los besos de mi amada/ Porque un colibrí/ no se aparece porque a mí me dé la gana (bis)”.
La edición de Michael, que está a punto de agotarse en varias librerías y puede pedirse directamente al editor al cel 3224277428, comprende su obra poética completa, unas doce composiciones, más notas memoriosas escritas por Gonzalo Arango (+), Elmo Valencia (+), Eduardo Escobar, Pablus Gallinazo, Armando Romero y Augusto Hoyos (+).
Doy un trío de ejemplos de estos poemas del Gigoló, como lo bautizó el Profeta porque vivía de nuestro amor. Dios: “Dios es grande como King Kong / Misterioso como el enmascarado de plata / Fuerte como Batman / Berraco como el Che Guevara”. Clay: “Cassius Clay / fue un negrito / que no quiso / matar / vietnamitas / y los gringos / le quitaron / de la cabeza / la corona / más linda / del mundo / y le pusieron / una llanta / de carro”. Ataúd: “Cuando muera / no me compren / ataúd / Búsquenme / pero volando / una cajita / vacía / de cartón / y guarden allí mis restos / hasta que resucite”.
Y parece que resucitó –o reencarnó– en la figura de Michael Benítez, su editor, un joven poeta que ha ingresado al nadaísmo por la escalera de incendios, con actitud de irreverente desparpajo, igual a la que él hubiera asumido de haber continuado viviente.