“El último beso me lo dieron ayer
y comenzó en los labios”.
Amparo Grisales


Cuando era todavía niño, tímido e inexperto, entre los 11 y los 13, aún sin largarme los pantalones, se acostumbraba entre los vecinos del barrio de esas edades, por los tiempos de Navidad, apostar unos aguinaldos a lo que se llamaba el beso robado, consistente en sorprender a la chica, o ella a uno, en descuido, y chantarle en cualquier parte del rostro, comenzando por las orejas, los cachetes, la nariz o la propia boca, un beso en que se refregaban ansiosamente los labios. Casi siempre se hacían las ofendidas por el asalto y, malas perdedoras, después no regalaban nada. Pero así fui perdiendo la timidez y me fui preparando para lo que a todo hombre lo está esperando.

Me inicié de verdad en las prácticas del baboseo en las salas cinematográficas que en ese tiempo se llamaban teatros, en el San Nicolás, el Sucre, el Belalcázar, el Avenida y el Rialto que no tenía techo, en la chasqueante ciudad de Cali, mirando con la pareja, desde las últimas butacas de palco porque nadie mira para atrás en una película, cómo lo hacían los protagonistas y tratando de emularlos. Mis chupatrompas preferidos del celuloide eran Clark Gable, Víctor Mature, Humprey Bogard, Burt Lancaster, Tyrone Power, y Tony Curtis, que era más bien mordelón.

Claro que primero había que mirar a la chica en la oscuridad, al amparo del oscilante chorro del proyector, y si ella al mismo tiempo miraba, era imperioso el choque labiodental. Primero suave, solo la pose de labio sobre labio, luego el refriegue, más adelante la apertura y la introducción de la lengua, el refregamiento bífido, el paseo por el cielo del paladar y un ligero roce de esmaltes. La mano al pecho, primero al seno izquierdo con la derecha, luego al derecho y, si el escote lo permitía, sacar uno tras otro el seno del brasier complaciente, acariciarlo suavemente con la palma de la mano y con el pulgar y el índice cada pezón antes de besarlo a su vez. Entretanto la mano al muslo que va subiendo lenta desde el borde de la rodilla para ver de terminar, si no había la protesta de la mano de ella poniendo el freno –lo que implicaba volver a empezar con más tacto–, hacia esa cálida franja que iba del borde de la media de seda hacia la boca de sombra de la entrepierna. Cuando se lograba llegar al encaje de los cucos que salvaguardaban la cuca, estaba la batalla ganada, dependiendo de la destreza de las yemas del pulgar y del corazón. Hablo de cuando las medias se sujetaban con un par de ligas, antes de la invención del liguero, que todavía era permisivo, y de la más fatal para el masturbador silencioso de la media-pantalón que acabó con todo. Para evitar la atención defensiva antes de la toma de posesión de la zona, que una vez alcanzada no tenía pie atrás antes del momento culminante de la película, había que mantener los besos continuos con desplazamientos de la lengua puntuda a la oreja hasta casi alcanzar el tímpano y la parte lateral del cuello perfumado que en la oscuridad es más sensitiva.

Logré perfeccionar este arte del besuqueo -hablo de los años 56 al 62- en los bailaderos populares con las jóvenes obreras de la industria textil, tipo La Garantía, que al terminar el bailoteo las madrugadas de los sábados se quedaban con uno en pensiones de 4 pesos, y con las prostitutas de la zona de tolerancia, Acapulco, el Tíbiri-Tábara, Siboney, Milancito, el Fantasio, el Danubio Azul, para quienes era preferible el hombre que las excitara besándolas al que sólo las besara follándolas, (era impajaritable que a una cortesana la descrestaba más fácil un buen osculeador que un buen tirador), al son del mambo, el merengue, las guarachas y el cha-cha-chá, en los momentos en que las parejas luego de los pasos despegados se juntan y bien amacizados amagan el introito a la fornicata.

En mi caso eran unos besos eternos, con los rostros en X, que duraban hasta que los demás bailarines se retiraban a sus asientos y empezaba el próximo disco de la Wurlitzer acompañado por el baterista encaramado encima de ella, quien era además un mago malabarista con los palillos. (Continuará).