Intrigado por todo lo que daba de hablar en la sala y en la mesa del comedor de la casa de las agujas, entre la tía Adelfa y Jorge Giraldo ‘Piguenigua’ y papá y mamá más la abuela, la película ‘Dios se lo pague’, del argentino Luis Amadori, con Zully Moreno y Arturo de Córdova, decidí esa tarde de mis nueve años entrar de ‘colao’ al Teatro San Nicolás, situado a dos cuadras de la casa, atravesando el parque. Yo era un quicato zumbón, con aires de entrometido, y como la cinta no era para mayores, el portero de luneta se hacía el pendejo dejándome pasar comiendo crispetas. Por lo que recuerdo se trataba de un mendigo que se iba volviendo millonario con las limosnas que recibía a la salida de un casino, a la espera de una venganza contra alguien que lo había tumbado y mandado a la cárcel. Tiene un romance de dos faces, el del mendigo disfrazado y el del apuesto millonario, con la hermosa cazafortunas de la casa de juegos que termina en un voluntario sacrificio galante. Pero el hecho sorprendente para nosotros que vivíamos en un nivel soportable de pobreza era que alguien pudiera hacerse rico estirando la mano. Con el requerimiento comprometedor de: “Una limosna por el amor de Dios”. Y el ensalmo a posteriori, echando el óbolo en el sombrero, de: ‘Dios se lo pague’. Encargar a Dios que retribuyera con creces aumentadas a una modesta limosna se me antojaba un prodigio, así a partir de aquellas épocas comenzaba a alejarme de la idea de Dios. Por lo que no salía de ‘la olla’.

Una vez mi compañero nadaísta Alfredo Sánchez me requirió cinco pesos prestados para cumplir con una intuición parasicológica. Se los presté. Dos días después me pagó cincuenta. Y a medida que íbamos caminando por las calles caleñas, cada vez que un mendigo se le acercaba él le alargaba su billetito. Ante mi asombro me dijo esta frase cargada de contundencia: “Todo el que pide es porque lo necesita”. Y así crecía la miserable audiencia. Y ¿no es mejor mandarlos a trabajar?, le comenté con voz de tacaño. La mendicidad es un trabajo, me dijo, y por cierto muy trabajoso. Y me confesó que en su viaje por Centroamérica, unos años antes, le había tocado mendigar por las calles, con el agravante de verse joven y saludable. Pero con la pequeña ayuda de sus donantes había continuado el periplo. “Con las limosnas que he dado en la calle -me dijo-, y las propinas en los bares, tengo abiertas las puertas de la calle y de los bares del Cielo”.

Le dije que si yo tuviera plata haría en adelante lo mismo con los mendigos. Él me lo celebró regalándome otros cincuenta pesos. Con los cuales me vine para Bogotá a organizarme en 1970. Me di cuenta que con los cinco pesos que le presté se había ganado el premio mayor de la Lotería del Valle. Con la mala suerte de que cuando fue a cobrar el premio dejó olvidados los originales de su obra completa en un bus de San Fernando, y fue imposible recuperarlos. Por eso no figura en nuestras antologías.

Ya en Bogotá, y en adelante en cualquier ciudad de los 30 países por donde he circulado, cada vez que veo un mendigo hago las del Alfredo. Pues “el que pide es porque lo necesita”. Una vez que en un Festival Internacional de Poesía iba por la calle acompañado por colegas de 12 naciones, un indigente flaco nos gritó mirándonos a la cara: “¡Tengo hambre en todos los idiomas!”. Luego de la traducción simultánea que se operó, el original pordiosero se llenó de dólares, pesos, euros, francos, y yenes. Todo un Arturo de Córdova.

Me siguió yendo bien en la vida. Mantengo la salud en su salsa, la memoria fresca y la dentadura completa. Trabajé en la publicidad y en el periodismo con la misma pluma con la que gané mis premios de poesía. Fui fiel al nadaísmo toda la vida. Conseguí una preciosa mujer que me dio dos hijos brillantes y bellos. Ahora vivo de la pensión en Villa de Leyva. De modo que puedo coronar con esta oración: “Terminé / por creer en Dios / de tanto oír por la calle / Dios se lo pague // Y de ver cómo me ha pagado”.